El funeral
La paz social parece una misión en el filo de lo imposible hoy en Cataluña
Los que suelen ir a misa los domingos saben que durante la ceremonia llega el momento en que el cura desde el altar dice a los fieles: “Hermanos, daos la paz”. Los fieles se vuelven hacia sus vecinos de banco, a derecha e izquierda, y amagan una especie de abrazo o apretón de manos. Tener que abrazar a personas que no conoces de nada no deja de causar cierta incomodidad. De hecho, la mayoría sale del paso con una leve inclinación de cabeza acompañada con una mueca más o menos afectuosa. Pero en el caso de un funeral donde suelen asistir a la misa ciudadanos, que salvo por compromiso social, no pisan nunca una iglesia, ese gesto de darse la paz produce una violencia insuperable y más si, como pasa a veces, en el duelo participan juntos y revueltos herederos y desheredados, amigos y enemigos que en vida ha generado el difunto. No es extraño que alguien en plena misa aproveche el abrazo para arrancarle una oreja de un mordisco a un primo hermano. Algo semejante podría suceder en el sepelio de este magnífico cadáver en que se ha convertido el proceso soberanista de Cataluña, expuesto para unas honras fúnebres. Las elecciones autonómicas se presentan como la forma de llevar este fiambre a la sepultura, unos para que se pudra del todo, otros a la espera de que resucite al tercer día. El esfuerzo principal de un gran gobernante, independentista o no, debería consistir en restañar heridas, en pacificar y restablecer la convivencia entre familias, amigos y ciudadanos, pero la paz social parece una misión en el filo de lo imposible hoy en Cataluña. El político equilibrista, que en medio de los bandos enfrentados a cara de perro, diga: “Catalanes, daos la paz”, será tomado por un blandengue y desde el fondo de un iberismo irredento oirá la respuesta: “¡Por encima de mi cadáver!”. Y es que en este funeral las campanas doblan por todos nosotros.
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