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Coordinado por Lola Huete Machado

Macron: cómo el amigo de África se quedó en Grand Blanc

El discurso del presidente de Francia en Uagadugú ejemplifica qué es el colonialismo

El presidente francés, Emmanuel Macron, (centro) después de su discurso en la Universidad de Uagadugú el pasado 28 de noviembre.
El presidente francés, Emmanuel Macron, (centro) después de su discurso en la Universidad de Uagadugú el pasado 28 de noviembre.LUDOVIC MARIN (AFP)

No hay nada como dejarles hablar. Cuando uno quiere entender en qué consiste el machismo, el colonialismo, o cualquiera de las ideologías que impregnan nuestro día a día, no hay como esperar a que uno de sus representantes tenga un rato para hablar y, simplemente, esperar. El discurso del presidente de Francia, Emmanuel Macron, en la Universidad de Uagadugú el pasado 28 de noviembre ejemplifica a la perfección qué es el colonialismo, aunque el dirigente galo se esforzara en marcar perfil respecto a sus predecesores.

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Es cierto, Macron fue mucho más sutil. El anterior presidente Nicolas Sarkozy, en 2007, fue a Dakar y les explicó a los africanos que eran idiotas. Con otras palabras, claro. Macron, mejor asesorado, intentó remarcar en todo momento que Francia no venía a dar lecciones. Habló de la juventud, del futuro, de “nuestra generación”, en un intento de empatizar con los jóvenes universitarios. Ofrecía su amistad para desarrollar conjuntamente un continente de inmenso potencial.

Macron, orador hábil, mencionó a Thomas Sankara, al que rindió honores, y recordó la lucha de los burkineses para conseguir la democracia. Prometió abrir archivos franceses para saber qué pasó realmente en 1987, cuando Sankara, presidente burkinés, fue depuesto en un golpe de estado liderado por Blaise Compaoré. Compaoré reinó en Burkina Faso durante 27 años, siempre con el pleno reconocimiento de los franceses. Participó en la creación de guerrillas en Liberia y Sierra Leona, apoyó a señores de la guerra, y luego ejerció de pacificador en las conversaciones para acabar con los conflictos que había contribuido a fomentar. Consciente de que su público conocía estos detalles, el presidente galo insistió en hablar de futuro, reconoció los crímenes de la colonización e instó a los africanos y a los franceses a mirar al porvenir en común de sus pueblos.

No es un papel fácil hacer un discurso conciliador siendo la antigua potencia colonial: el objetivo es prácticamente imposible si has seguido actuando de la misma forma desde las independencias. Además, el fin del análisis histórico de la explotación deben decidirlo los explotados, no los explotadores. El equivalente a lo que vimos en Uagadugú sería que un violador instara a la mujer a la que atacó a perdonarle, a olvidar los viejos errores que ambos cometieron en el pasado, para luego prometer -decidir- que tienen un futuro brillante, en común, por delante. Colectivizando los errores, se justifica y deja entrever que puede volver a cometerlos. Cuando zanja que lo obligatorio es olvidar, humilla y demuestra quien sigue mandando. Pese a insistir en que respetaba a los africanos, Macron ya había concluido el asunto histórico él solo.

Macron no olvidó ninguno de los tópicos del progresismo europeo: la educación, la cultura, el crecimiento personal y la cooperación

Dijo que no venía a anunciar ninguna política francesa en África, ya que esta ya no existía. Unos minutos después, reivindicó el papel de las fuerzas armadas francesas en pacificar la región y en combatir al terrorismo. ¿Es independiente un estado que tiene tropas extranjeras actuando en su territorio? Francia desestabiliza países a los que luego ayuda a estabilizar, y se erige en maestra de las profecías autocumplidas.

Un flash: 2011, Abiyán, Costa de Marfil. Francia bombardeó las zonas de Laurent Gbagbo hasta que este se rindió. Gbagbo, que quería tener una relación comercial más estrecha con los chinos, acabó en el Tribunal Penal Internacional. Su rival, Alassane Ouattara, ejerce hoy de presidente. Amigo de Sarkozy, execonomista del FMI, Ouattara controla una finca de cacao que sigue siendo inequívocamente francesa: las multinacionales francesas controlan el tejido productivo marfileño, cuyas dos cartas de presentación son los buenos números macroeconómicos y los miles de jóvenes huyendo del país. Esa estructura, por supuesto, no es ninguna casualidad.

No hay política francesa en África, dijo Macron, mientras pisaba el suelo de uno de los 14 países que usan el Franco CFA. Moneda impresa en París, que recibe anualmente reservas millonarias desde África como garantía de la convertibilidad del CFA, ligado al euro. Economías débiles, moneda fuerte: las exportaciones no son competitivas, sale a cuenta importar del extranjero, y la estabilidad monetaria facilita la evasión fiscal sin temer que se pierda dinero por el camino. Eso pasa en países que, por supuesto, no tienen nada que ver con Francia ni su política. Pasa en Burkina Faso, donde el algodón subsidiado -en este caso, sobre todo, por los americanos- arruina a los agricultores locales, esos que viven con menos dólares diarios que una vaca europea. Pasa en Senegal, donde la leche senegalesa tiene más tasas que la francesa. Pasa en Congo Brazzaville, donde los préstamos adjudicados por bancos franceses para comprar armas acabaron con una situación trágica: gente muy pobre devolviendo el dinero que sirvió para comprar las armas con las que mataron a sus seres queridos.

¿Es independiente un estado que tiene tropas extranjeras actuando en su territorio?

Jean Christophe, el hijo de un gran presidente francés, François Mitterrand, pasaba por allí: tráfico de armas, petróleo, millones circulando y Angola enviando soldados al Congo. Condena de dos años, multa de 375.000 euros pagada y a casa. También estuvieron en el conflicto los interahamwe que habían cometido el genocidio en Ruanda y todos los amigos de Francia en el continente. El presidente que ganó la guerra (1997-1999), Sassou Nguesso, sigue en el poder y es multimillonario. El Elíseo nos insta a practicar el honestismo: culpen a los títeres, nunca a los titiriteros.

Macron no olvidó ninguno de los tópicos del progresismo europeo: la educación, la cultura, el crecimiento personal, la cooperación. Una evolución de lo que Martín Caparrós llamó el honestismo: la suposición de que algunos países fracasan porque sus líderes son deshonestos, prescindiendo de cualquier análisis más complejo. Esta nueva visión, basada en la educación, expone que el problema que los países africanos tienen con Francia es, después de todo, de falta de comunicación, de no haberse entendido, o de errores, confusiones comunes. No es, de ninguna manera, una relación de explotación fomentada por todos los gobiernos franceses.

Faltan puentes, buen rollo. Macron venía dispuesto a construirlos y enumeró los problemas y los retos de los africanos. Cambiemos de escena: ¿Alguien imagina al presidente burkinés yendo a Francia a advertir de los peligros de la extrema derecha? O que Francia se le quedara pequeña y decidiera dirigirse a Europa: “europeos, sean creativos, no se dejen seducir por la extrema derecha que quiere, abiertamente, tratar a los negros como basura”. O que, propositivo, se atreviera a lanzar una recomendación: “europeos, cíñanse a su tradición histórica: traten a los negros como basura mientras hablan de humanismo y filosofía”. Aunque se refugiara en sus buenas intenciones, nos parecería arrogante. Seguramente no le invitaríamos más. Al revés, sin embargo, nos parece de lo más jovial.

En su única improvisación, Macron protagonizó una metáfora involuntaria: hubo problemas técnicos. El presidente francés aprovechó para quejarse de que los estudiantes le hablaran como si fuera un jefe colonial, en lugar de protestar ante su presidente, al que señaló. En ese momento, Roch Kaboré, su homólogo burkinés, estaba saliendo de la sala. Y Macron bromeó, señorial: “ha ido a reparar el aire acondicionado”. Ese momento de servidumbre explicó más que sus dos horas de discurso.

Jaume Portell es periodista.

El blog África No es Un País no se hace responsable ni comparte siempre las opiniones de los autores.

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