El triunfo de Karla
Se pruebe o no la trama rusa, esa sensación ya corrompe y corroe las esencias del Estado

Desde el principio de los tiempos, los espías han jugado un papel fundamental en la vida humana. No solo por el daño que evitan o que generan, no solo por las jugadas sucias o limpias, no solo porque a la capacidad de crear problemas al enemigo en algún momento se le llamó inteligencia, sino porque, desde el arte de la guerra, los espías ocupan un lugar preeminente en la organización del mundo.
Ahora conviene rescatar del armario de la historia a Markus Wolf. Una vez tuve la oportunidad de conocerlo personalmente. Recuerdo que fue en Berlín y me firmó un libro.
Wolf, que inspiró a John Le Carré el personaje que se escondía tras el nombre clave de Karla, fue el jefe de los servicios secretos de la Stasi, maestro de los espías de la República Democrática Alemana, un hombre capaz de destruir pueblos y, desde luego, ciudadanos y sociedades, un hombre con aspecto normal haciendo algo que le encomendó Dios —el suyo— sobre los demás.
Él inventó ese fenómeno que retrató genialmente la oscarizada La vida de los otros: conseguir que las esposas delaten a los maridos y los hijos a los padres.
Toda la vida Putin quiso ser Karla. Su papel está hecho a partes iguales de Iván el Terrible, Josef Stalin y Markus Wolf. Uno demostró que ser ruso es tener nostalgia y crueldad. Otro dejó claro que, para los rusos, lo imposible es mejor que lo posible. Por eso, cimentado y pavimentado con la sangre y los huesos de su pueblo, hizo de un país de esclavos la potencia que no solo venció a Hitler, sino que después puso en jaque durante la Guerra Fría a Estados Unidos, que era igual de poderoso, solo que más libre, más inteligente y más institucional.
El espionaje y sus aventuras han llenado miles de páginas y han inspirado la trama de infinidad de películas. Desde El candidato manchú, un largometraje que plantea lo que significa colocar a una persona de confianza en el corazón del poder e intentar conquistarlo mediante alguien que tenga el cerebro lavado, hasta la bibliografía de Le Carré, ha quedado de manifiesto que poner a uno de los nuestros cerca de la máxima magistratura a fin de que espíe para nosotros es la operación más fantástica de la verdadera administración del poder.
Hoy Karla vive, Karla ha triunfado, Karla está recibiendo de su hijo putativo, Vladímir Putin, el mejor homenaje. El monumento a Karla está en la Casa Blanca y se llama Donald Trump.
A estas alturas, ya no importa cuánto tiempo tarde el fiscal especial Robert Mueller, en desvelar la trama rusa en Washington, ya no importa por cuánto tiempo calle el exasesor de Seguridad Nacional Michael Flynn, porque en este momento, sea verdad o mentira, Putin se perfila como el hombre que consiguió su propio candidato manchú, ya que al parecer no colocó a uno de los suyos cerca del poder, sino que llevó a alguien directamente a la silla presidencial.
Sin embargo, es una pena que la historia, el sentido de la decencia y este momento tan excepcional impidan a Putin tener un placer como el que Adolf Hitler sintió al ver la tumba de Napoleón en un bello amanecer de París, mientras la esvástica ondeaba en el Arco del Triunfo. Porque al único inquilino de la Casa Blanca al que no podrá visitar Putin será a Trump.
Pero, mientras tanto, Karla vive, Karla hizo su mejor operación. Y ahora Putin no tiene un espía, tiene a alguien que puede luchar contra los espías del otro lado, y eso, sin duda alguna, es una operación tan brillante que ni siquiera Sun Tzu se atrevió a soñar.
¿Y usted sabe qué es lo mejor? Que se pruebe o no la trama rusa, esta sensación ya corrompe y corroe las esencias del Estado, y eso es todavía más peligroso que si alguien realmente le hubiera lavado el cerebro a Trump y fuera el candidato manchú de Putin. El daño ya está hecho.
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