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Tribuna
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El régimen de 1978

Que Cataluña viva ensimismada en sus ciclos de repliegue y distanciamiento no es irreversible

Detalle de un ejemplar de la Constitución expuesto durante el acto de constitución del Consejo Asesor para la conmemoración del 40 Aniversario de la Constitución, en el Congreso.
Detalle de un ejemplar de la Constitución expuesto durante el acto de constitución del Consejo Asesor para la conmemoración del 40 Aniversario de la Constitución, en el Congreso. Chema Moya (EFE)

En un momento histórico en que quien más quien menos tiene su propuesta de reforma constitucional, es notable que un artículo como el 155 —concebido como cautela de Estado pero de modo casi formulario— se haya aplicado por primera vez y esté funcionando. Aún con circunloquios y rasgos victimistas, incluso el independentismo lo ha aceptado como marco electoral. ¿Qué más podía esperarse? Ha sido como verificar con buen resultado una bisagra que estaba ahí, más ilustrativa que operante. Ahora sabemos que funciona según el espíritu y la letra. Por supuesto, constatar la fortaleza de la Constitución no inhibe a los políticos más radicales que exigen acabar con lo que llaman régimen de 1978 mientras en todas las franjas de moderación —en Cataluña y en el conjuntol país— queda claro que lo que se propone para substituir ese régimen iba a generar más inestabilidad institucional, económica, inseguridad jurídica y aislamiento.

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Al mismo tiempo, con el independentismo presenciamos cómo un alud de irracionalidad alteraba el paisaje y contrarrestarlo va a generar mucha melancolía porque —como dijo Popper— ningún argumento racional tendrá un efecto racional en un hombre que no quiere adoptar una actitud racional. Y después del 21 de diciembre, ¿qué? En el prólogo se esbozan pactos con sorpresa, autodestrucción latente, listas electorales de commedia dell'arte, deslealtades al acecho, tal vez incertidumbre económica, declive institucional y una perspectiva de gobierno autonómico cuyos fundamentos hoy por hoy nadie se atreve a prever. Un atisbo de conllevancia orteguiana sería como abrir una ventana y respirar aire fresco. El historiador Arthur Schlesinger aportó sus buenas razones: “Los problemas siempre nos atormentarán porque los importantes son insolubles: por eso son importantes. Lo bueno procede de la lucha continua por intentar resolverlos, y por la vana esperanza de su solución”. Es aplicable a Cataluña. Obliga a tener en cuenta que un estadista es quien sabe a tiempo cuáles son los problemas insolubles o los que no resolverán a medio plazo.

Como solución mágica, decir que las constituciones deben adaptarse a los nuevos tiempos equivale a creerse que eso es como pasar de la decoración de ebanistería al metacrilato, de la bulimia a la astenia o de las mechas fucsia a la cabeza rapada. 1978 fue un pacto entre generaciones, entre exilio e interior, entre oposición y reformismo del régimen, un consenso interterritorial, entre pasado, presente y futuro. Todo eso se ve ahora como una sumisión a poderes fácticos y una estafa histórica. Por el contrario, 1978 no es un relato sino una certeza avalada por la experiencia de una España hoy miembro de la UE y de la OTAN. Se da, es cierto, una indolencia a la hora de explicarnos de dónde venimos y hasta qué punto el trayecto ha sido y es esperanzador, positivo. Tendemos a ponerle obstáculos a la continuidad de un pasado en común. Es decir, a veces no logramos acordar los desacuerdos, acotar los conflictos y eso nos lleva a negar la premisa mayor pero, como sistema de estabilización, 1978 auspicia formas cohesivas como los valores de convivencia, conciliación y espíritu de tolerancia. Mucho depende del equilibrio entre individuo y comunidad, entre la autonomía personal y las formas múltiples de pertenencia.

Es una superstición dar por hecho que la Historia nos lastra. De hecho, la vigencia constitucional —155 incluido— conjura esta superstición, probablemente reelaborada en período sabático por los profetas de la revolución pendiente. Una combinación de España como idea plural y como experiencia histórica tiene la posibilidad de sobreponerse a inercias de agotamiento, más allá de la acumulación de mala política o la actual falta de sentido de la Historia. Nada es indefectible. España pasó así de un régimen autoritario a la vida democrática. El caso de Alemania es espectacular porque ahora mismo es una de las democracias más consistentes del mundo. ¿Qué tiene que ver la Castilla del AVE con la Castilla del 98? Tampoco puede darse por irreversible que la Cataluña real siempre viva ensimismada en sus ciclos de repliegue y distanciamiento. Fue para evitarlo que la Constitución de 1978, de modo paradigmáticamente inclusivo, asumió gran parte de las aspiraciones del catalanismo clásico. Ahora, ese catalanismo autonomista y de pacto está en trance de evaporación. Mientras, una exótica coalición de secesionistas ahora mismo prejubilados y grupos antisistema busca liquidar ese régimen de 1978 que les oprime. 1978 no es un régimen sino un modo perdurable de vida en común.

Valentí Puig es escritor.

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