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carta blanca
Columna
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A la hermana perdida

Vicente Molina Foix

La relación entre hermanos puede llegar a ser complicada. Uno no elige a la familia. En esa tesitura, el autor opta por recuperar el apego.

NUNCA TE QUISE, aunque eras la hermana mayor, risueña, muy vivaz, muy guapa. Y tú nunca te interesaste por mí, quizá porque la diferencia de más de siete años me daba un rol superfluo en la familia, donde mi nacimiento, debido a una encíclica del papa Pío XII que hizo mella en nuestros padres, alteró el orden establecido de la parejita, chica y chico, que formabais tú y tu hermano, mi siempre querido hermano.

Te fuiste, camino de un matrimonio por amor y un viaje de bodas demasiado corto, siendo yo todavía un niño cándido que empezaba a leer lo que encontrara por casa. Tú no leías. Parecías la más feliz, en tu simpatía, cuando, ya madre de tres hijos, tu vida se estancó en la ciudad de provincias de la que nunca saliste. Un día, pasados los años, tuvimos una conversación que empezó banal y acabó tensa. Tu marido vivía apartado, a pocos kilómetros de vuestro domicilio de casados, y tus hijos tenían vida propia; entendí por ciertas alusiones que la mía no te gustaba, ni mis amistades. “¿Eres feliz así?”. “Mi felicidad la sigo buscando, pero mientras busco me siento bien”, te contesté, añadiendo: “Y tú, ¿eres tú feliz, aquí y sola? Desde tu boda no has vuelto a viajar, con lo que te gustaba, siempre lo decías, conocer mundo”. Tu mirada se apartó de mí y saliste de la habitación.

No te había querido nunca, ni tú a mí, pero al ver que me levantaba y me ponía el abrigo tus ojos se llenaron de lágrimas

Tus tres hijos me acercaron a ti. Mi fantasía era que ninguno se te parecía, en el carácter, en la determinación, en sus ganas de libertad. Tú te enfrascabas en tu vida, llena de pasatiempos estrambóticos, pero no desdichada en apariencia. Yo sentía que te amargabas. Te sulfuraban los cantantes afeminados de la tele, y en la democracia la política nos distanció aún más. Murió nuestro padre, al que tú adorabas, y fue como si la pervivencia de mamá te resultara injusta, sin reconocer que era ella quien sufría la injusticia de una soledad prematura después de una larga y plena felicidad conyugal que ni tú habías conseguido ni yo me vi con arrestos para establecer con nadie. Te desocupaste de nuestra madre, te impacientaste con ella cuando, cumplidos ya los 80, se hizo débil, perdió del todo el oído, se recluyó anhelando la compañía de los nietos y las excursiones aventureras conmigo lejos de la ciudad de provincias. Ella viajó hasta el fin. Tú no. Murió mamá y no te sentí hermana de ese luto.

Cuando tenías la edad que hoy es la mía, tus dos hijas te llevaron al médico. Eras fuerte, no parabas de reír y de hablar, pero a ratos te ibas del mundo. Al acabar la consulta, en vez de saludar al facultativo, te dirigiste al ordenador en el que había él tomado tu historial y le diste la mano al aparato. Una confusión que nos divirtió a todos, por lo que tenía de acto fallido un tanto novelesco. Fue el primer síntoma de un deterioro veloz. La pérdida de la cabeza, de la voz, tu bonita voz, de los deseos de salir, de la gana de comer, de la necesidad de estar guapa e ir limpia. Hace tres años, ya callada, aún quedaban sonrisas en tus labios pintados por tus hijas para darle a tu cara un resto de coquetería. Ellas rehacen cada día tu vida con su sacrificio voluntario, en tu casa, en la casa que fue de nuestra madre.

El invierno pasado tuve un acto literario en la ciudad donde crecimos, y fui a visitarte. No hablabas ni te podías mover sola; parecías contenta. No te había querido nunca, ni tú a mí, pero al ver que me levantaba y me ponía el abrigo tus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Sabías quién se iba de aquella casa? ¿Sabías tú quién era yo? Bajé a la calle conmocionado.

Ahora que estás perdida en ti misma para siempre quiero tener de ti, con esas lágrimas sin nombre, el recuerdo de lo que no hubo: un apego que nunca se mostró y tal vez en algún lugar de nosotros existía. 

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