Promiscuidad, divino tesoro.
Me voy haciendo una idea de cómo evolucionamos en nuestras permisividades amatorias. Cuánto nos dejamos hacer. Cuánto dejamos que hagan los demás. Nos gusta ser promiscuos, vaya si nos gusta. La mayoría de las especies animales lo son. Y, aunque algunos más que otros, eso nos lleva a que poblemos nuestras vidas de los amantes que sean necesarios. La evolución del concepto de amante pasa por considerar como tal solo a los que aman, pero también incluye a los que manifiestan ese mismo sentimiento sin mantener entre sí un vínculo establecido. Un 30 % de los españoles admite ser infiel, con las consecuencias que esto conlleve. Cada vez me preguntan más por amantes y me cuentan más secretos amatorios; cobrando importancia los que no pertenecen a la estructura familiar. La relevancia que tengan en nuestra vida determina nuestra relación con ellos; tenemos amantes a los que no les concedemos reseña alguna y otros que tatúan su existencia en nuestra alma.
En la categoría en la que situemos a nuestros amantes está la clave de la relación que establecemos con ellos:
Nuestros hábitos amatorios hablan de nosotros. Nuestra presencia perdura lo que se mantiene vivo nuestro recuerdo
Están los amantes que fueron. Y dentro de este grupo, tenemos a los que no vuelven a cruzarse jamás. Son muy significativas las camas a las que se renuncian. Y las causas variadísimas y absolutamente personales. Muchos se convierten en amigos; otros simplemente desaparecen. También hay amantes a los que les quitamos el título y, de repente, forman parte de nuestra existencia sin que tuviéramos el más mínimo interés de que así fuera. Se van a vivir cerca de tu casa y compartís escenario y hábitos. No siempre tenemos la suerte de saber prescindir de nuestros amantes, pero sí tenemos la obligación de ubicarlos en el puesto exacto que ocupan en nuestra vida. La honestidad es clave en cualquier relación personal, imprescindible en las que se incluyen los sentimientos.
Hay amantes que calientan las formas a través de los dispositivos a su alcance, para quedar o hacerse los encontradizos cuando encarte. Son los amantes que tientan a la suerte. A la suya y a la tuya. Lo bueno de tener lugares propios, de saber pasearse a solas, de esconderse solo lo justo. Todos dejamos un rastro más o menos indeleble. No puedo quitarme de la cabeza a cierto amante por lo bien que mete su cabeza entre mis piernas hasta partirme en dos y espero que haya alguno que al acostarse a solas eche de menos mi reguerito de ámbar que lo ponga a mil. Nuestros hábitos amatorios hablan de nosotros. Nuestra presencia perdura lo que se mantiene vivo nuestro recuerdo.
Amantes serán los que se atrevan. Los que tienten a la suerte. Los que acepten las condiciones de los implicados en esa relación efervescente. Exhibimos relaciones monoamorosas y tendemos a esconder a los amantes clandestinos. Otra cosa es que nos saltemos las normas del sistema convencional de las relaciones; no intenten tener una relación abierta sin conjugar hasta la saciedad el verbo escuchar en todos sus tiempos verbales y aislándose de las opiniones ajenas. Nadie más que la propia pareja determina el contrato que establece y en muchas ni siquiera hay un acuerdo tácito entre los implicados; solo la obligación de no hacerse daño. En este caso, mantener en el anonimato a los terceros, ayuda bastante.
Tengo mi correo electrónico a reventar de datos de amoríos, algunos simplemente deseados, otros con ansia de darse a conocer, uno o dos lo suficientemente retorcidos como para haber creado una maraña de la que alguno de los implicados, si no los dos, no pueden salir. Amantes que fueron, amantes que son y amantes que puede que sean. Y muchos mensajes, infinidad de ellos, de aspirantes a amante que ni siquiera saben cómo conseguir su propia categoría.
Quizás bastaría con que nos preguntáramos a quién amamos, a quién deseamos y a quién queremos en nuestras vidas. Y a esto sí que tendremos que contestarnos con total sinceridad.
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