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MIRADOR
Columna
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Estilizar

Todo bicho viviente se desvive por un buen almuerzo, pero solo nosotros somos capaces de convertir su masticación en una de las bellas artes

Javier Sampedro
Fernando Fernán Gómez y Rosenda Monteros en "Ninette y un señor de Murcia" (1965), película de Fernando Fernán Gómez.
Fernando Fernán Gómez y Rosenda Monteros en "Ninette y un señor de Murcia" (1965), película de Fernando Fernán Gómez.

Tan orgullosos como estamos de nuestra excepcionalidad en el gran orden de las cosas, de ser el homo sapiens, el único animal racional, la especie elegida que se sitúa a medio camino entre Dios y la piedra, resulta chocante que nos pasemos el día discutiendo sobre nuestros instintos más animales.

Tomen el sexo, por poner un ejemplo tonto. Anteayer repasé en La 2 Ninette y un señor de Murcia, la obra de Miguel Mihura adaptada al cine por Fernando Fernán Gómez en 1964. Con Franco todavía muy vivo y la sociedad muy atada y bien atada, ni Mihura ni Fernán Gómez pudieron por entonces bordar una obra maestra del destape, que solo habría de prosperar en la década siguiente, pero el espíritu de la obra es justamente ese, con los ojos del protagonista recorriendo el cuerpo de la virgen vestal francesa de cabo a rabo, con los insistentes cierres del cerrojo de la puerta significando cada uno un ayuntamiento y hasta con Alfredo Landa augurando lo que habría de venir. Las comedias románticas actuales —mis favoritas son las británicas— van de sexo, pero se disfrazan de amor y lujo. El cine español, desde las adaptaciones de Mihura hasta el porno blando de Almodóvar, va de sexo-sexo y no muestra el menor interés por disimularlo. Somos una sociedad avanzada, en ese sentido.

Si en algo acertó Freud, fue en definir el amor romántico como una mera sublimación del sexo: una trampa darwiniana para perpetuar la especie. Todas las criaturas de Dios incurren con placer en el coito, pero solo nosotros convertimos esa vulgaridad zoológica en una categoría literaria, en una era del cine español, en un poema decimonónico.

El mismo razonamiento explica la congestión que padecemos de programas gastronómicos, cocineros cabreados y humos de Boletus edulis que ni quitarían el hambre a un vegano de la séptima generación. Todo bicho viviente se desvive por un buen almuerzo, pero solo nosotros somos capaces de convertir su masticación en una de las bellas artes. Como acaso dijo o debió decir Nietzsche, triste condición la del ser humano, que para hacer llegar algo al estómago tiene que metérsela por la cara. Humor alemán, ¿no es cierto?

La música, de igual modo, es una estilización del sonido, como el lenguaje humano lo es de los sistemas de comunicación precarios que utilizaron nuestros ancestros. Las ratas sienten el mismo miedo que nosotros, pero no escriben novelas de Stephen King. Ojalá el nacionalismo pueda también estilizarse más allá del racismo zoológico que impera en la naturaleza “roja en diente y garra” que atemorizaba a Tennyson.

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