No llaman
Dijo que mi incredulidad demostraba que era perfecta. ¿Perfecta como mujer o como robot?, pregunté yo
Iba en el tren sin meterme con nadie, cuando mi vecina de asiento dijo que era un robot. Asentí con la cabeza para no darle pie y regresé al periódico, donde un hombre acababa de degollar a su hija de dos años y luego se había arrojado por la ventana sobre un coche que le hizo de red. Hay días en los que el periódico parece un concentrado de realidad, aunque no sabe uno dónde disolverlo para hacer una sopa. ¿Y no le extraña que sea un robot?, insistió la señora. No, dije, también yo soy un robot. ¿De qué factoría?, dijo ella. De la de Alcobendas, dije yo (se me ocurrió que en Alcobendas podría haber una fábrica de humanoides). Usted no me cree, dijo ella. Usted tampoco a mí, dije yo. Pero es que usted no lo es, dijo ella. Ni más ni menos que usted, dije yo.
Íbamos a 280 quilómetros por hora cuando ella volvió a hablar. Dijo que mi incredulidad demostraba que era perfecta. ¿Perfecta como mujer o como robot?, pregunté yo. Como robot, claro, replicó enseguida. Como hombre, respondí, estoy lleno de asperezas, pero como robot debo de ser inigualable porque tampoco usted me ha creído a mí. No es porque sea usted inigualable, dijo ella, sino porque desde el punto de vista estadístico resulta imposible que dos robots coincidan en el mismo tren. ¿Y eso?, pregunté yo. Pues porque solo hay seis en el mundo, todos en periodo de pruebas, y uno de ellos soy yo. Pues yo soy otro de esos seis, insistí doblando el periódico, dispuesto a no rendirme.
En esto, sonó el móvil de la señora. Lo cogió, intercambió cuatro o cinco frases con su comunicante y colgó. Luego se volvió a mí. Dijo: Era de la central, me han ordenado que interrumpa inmediatamente esta conversación, a lo mejor le llaman a usted ahora. Pero no me llamaron.
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