Bulgari, las otras joyas de Roma
LAS PIEDRAS PRECIOSAS son adictivas. La historia sigue su curso, pero el deseo de poseerlas permanece inalterable. Existe un buen número de célebres citas sobre su fatal atracción. María Félix, la gran diva mexicana, resumía así su pasión por las joyas: “¡Flores! ¡Odio las flores! Duran un día y hay que agradecerlas toda la vida”. Pese a estar tan ligadas a la piel femenina, el mercado de gemas ha sido históricamente cosa de hombres. Por eso la figura de Lucia Silvestri, directora creativa de la alta joyería de Bulgari desde 2013 y una de las mayores especialistas del mundo en estos milagros de la naturaleza, resulta doblemente atractiva. Entrar en su despacho de la Via Lungotevere Marzio, en el centro de Roma, es mucho más que poner un pie en un universo blindado. Su trabajo desde hace tres décadas —primero a la sombra de los hermanos Nicola y Paolo Bulgari y luego como jefa del departamento más exigente y exclusivo de la firma italiana— consiste en buscar y comprar las mejores y más hermosas piedras, esas que justifican que un collar, además de ser eterno, cueste hasta 13 millones de euros.
Bulgari presume de clientas históricas como Elizabeth Taylor, Monica Vitti, Anna Magnani o Gina Lollobrigida.
Silvestri divide su tarea entre dos mesas. En una aguarda el típico despliegue de cualquier estudio: papeles, agendas, decenas de recortes de fotos en la pared y otras muchas enmarcadas. Algunos famosos del brazo (Bradley Cooper, George Clooney) y decenas de caras anónimas en lugares que se adivinan opulentos y exóticos. En la otra, según ella misma señala, está “el principio de todo”. Es decir, un botín de rutilantes gemas multicolores cortadas de formas y tamaños diferentes. Tallas de rubíes, esmeraldas, aguamarinas, turmalinas, zafiros y diamantes que se extienden como en una mesa escolar. Ella juega con las piezas, invita a tocarlas, a no tenerles miedo. Vacía una bolsa en su mano, un centenar de piedras adquiridas una a una en Sri Lanka se escurren entre sus dedos. “¿Siente la energía? ¿Su luz?”, pregunta. Con 18 años empezó su carrera en el departamento de gemología de la firma italiana; a mediados de los años ochenta, ya en su veintena, Silvestri era una figura destacada. “Desde el principio tuve un sentimiento muy fuerte hacia las gemas, los hermanos Bulgari lo detectaron y poco a poco me dejaron aprender a su lado. Fue la mejor escuela. Me enseñaron a reconocerlas no solo por su belleza, sino también por su alma y personalidad”.
Mientras la adquisición de diamantes se rige por un estricto protocolo que garantiza su procedencia y calidad, las otras piedras preciosas requieren un trabajo de campo más intuitivo, arriesgado y complejo. Es ahí, asegura la joyera, donde emplea gran parte de su tiempo. Silvestri recuerda la historia de nueve esmeraldas que cambiaron su vida. Las vio por vez primera en Jaipur, en India, y luego en Nueva York. Eran circulares, en forma de tubo, y le sugirió al comerciante cortarlas por la mitad. “Su calidad era increíble. Pero eran muy oscuras. A la luz, sin embargo, tenían un brillo nunca visto. Al año volví a Estados Unidos, el señor hizo lo que yo le había dicho. Cortar piedras es un trabajo muy especializado que nunca hacemos nosotros”, explica. “Aquellas esmeraldas eran una maravilla, pero yo ya me había gastado todo mi presupuesto, así que llamé al señor Paolo Bulgari para pedirle más dinero. Como se imagina, hablamos de millones. Me pasé una semana negociando. Fue muy duro. Cuando volví a Roma, esperamos con inquietud las esmeraldas, que lógicamente nunca viajan con nosotros. El señor Bulgari no paraba de preguntarme, estaba preocupado. El día que llegaron lo recordaré siempre. Abrió la caja, se quedó un rato en silencio, me miró y solo me dijo una palabra: ‘Brava’. Inmediatamente decidió que estaban hechas para un brazalete. No era fácil venderlas ni tampoco saber llevarlas, eran una verdadera obra de arte”. La pulsera finalmente encontró dueña. “Cuesta despedirse de algo así”, admite Silvestri. “Fue una clienta asiática, la vi una noche. Llevaba un esmoquin y el brazalete. Nada más”.
pulsa en la fotoArchivo de contabilidad de los años cincuenta del Bulgari Heritage Collection, un legado que atesora 700 valiosos objetos.gianfranco tripodo
Para conocer la tradición artesanal que recoge cada pieza de alta joyería de Bulgari hay que ir al norte de Roma, al barrio de Aurelia. Allí está ubicado el taller de piezas únicas donde se manufacturan entre 300 y 400 al año. Un detalle: cada vez que un trabajador o un visitante entra o sale del lugar, un cepillo repasa la suela de sus zapatos. Un gesto mecánico gracias al que cada año se recuperan 300 gramos de oro. “Aquí realizamos la interpretación técnica de la joya. Resolvemos si es posible hacerla o no”, afirma el encargado, Alessandro Consalvi, que habla de esa “construcción perfecta” que requiere una de estas piezas. En este laboratorio, sentados en fila, los viejos maestros comparten sabiduría con los recién llegados. Todos tienen al menos ocho años de experiencia antes de ser contratados. Son unos 30 y cada uno se puede pasar hasta cuatro meses trabajando en un modelo. Mientras los veteranos conservan el misterio de sus milagrosas manos, los jóvenes reivindican su carácter: lucen deportivas, barba y el brillo de un diamante en una oreja.
“El mercado de las gemas es un mundo muy duro, machista, pero con el tiempo yo resulté más dura que todos ellos”.
Bulgari presume de clientas históricas como Elizabeth Taylor, Monica Vitti, Anna Magnani o Gina Lollobrigida. Actrices que lucían sus propias joyas, como el famoso conjunto de brillantes y esmeraldas que Richard Burton le fue regalando a Taylor entre 1962 y 1967 y que desde su subasta en 2011 pertenece al Bulgari Heritage Collection, un legado que atesora en su archivo 700 maravillas vinculadas a la casa. La pieza se expone junto a otros hitos en la primera planta de la tienda reformada de Via Condotti, donde antes estaban el taller y los despachos de los hermanos Bulgari y que ahora ocupa una orgía de broches, anillos, brazaletes y pendientes antiguos. A la entrada del local destaca un collar de amatistas, rubelitas, brillantes y peridotos que evoca una ristra de pepperoncini, guindillas con poderes afrodisiacos símbolo de la gastronomía italiana. Considerado un amuleto de protección, se llama Fiesta de la tradición.
Lucia Silvestri dice que son los colores de Roma los que siempre inspiran a la firma. “Todo está aquí, en estas calles y en lo que veo desde la ventana”, asegura. Menuda y coqueta, advierte al fotógrafo de que ni se le ocurra sacarla mal. Y como una Sherezade, se adentra en un nuevo relato, el del encargo más difícil que ha tenido nunca: “En 2009, una clienta que colecciona jade nos pidió un collar. Le ofrecí varios y ninguno le pareció suficiente. Yo sabía que no éramos los únicos con su encargo. Era un reto. Me pasé dos años buscando una joya única para ella. Un día me llamó un vendedor de Hong Kong (a esas alturas, todos los proveedores sabían que estaba obsesionada con encontrar algo inimitable). Me citó en un garaje, a oscuras, rodeada de al menos 12 hombres, y abrió la caja. Nunca había visto nada tan grande. Le hicimos un cierre de diamantes y hoy día sigue siendo el collar más raro y caro del mercado. En ninguna subasta hemos encontrado nada parecido”.
Para Silvestri, comprar gemas es una partida de póquer, una película a medio camino entre los casinos de James Bond y los locos delirios de la Pantera Rosa. “Un mundo duro y machista, pero a mí me encanta, es un teatro”, explica. “Fue muy complicado al principio, nadie quería hablar con una mujer y menos aún si era joven. Me ninguneaban todo el rato. Pero el señor Bulgari me apoyó, se fio de mí, y no tuvieron más remedio que aceptarme. ¿Y sabe? Con el tiempo resulté mucho más dura que todos ellos”.
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