Uniformados
No se trata de cambiarse el nombre cada vez que uno entre en crisis. Tampoco de tener que lucir todos el mismo esquilado como si fuéramos un monótono rebaño de ovejas
Mantengo una relación amor-odio con los uniformes. El del colegio terminó por producirme sarpullido después de más de una decena de años cargando con unas medias verdes a tono con una chaquetita que ocultaba parte de un pichi de cuadros. Todavía recuerdo lo rumbosa que entré un día así vestida en la facultad de Derecho y el impacto que produje en los universitarios que me observaron como si un ser de otro mundo invadiera sus aulas. Años más tarde —ya como madre— reconozco que me libraron de más de una pelea mañanera a la hora de elegir modelito en pleno pavo adolescente. Y hasta aquí mi idilio con la uniformidad.
No se trata de cambiarse el nombre cada vez que uno entre en crisis, como parece le ocurre al cantante Puff Daddy, que ha variado tantas veces de denominación de origen que dijo que pasaba a llamarse Love y, como nadie pestañeó con la ocurrencia, ha tenido que aclarar que se trataba de una broma. Tampoco de tener que lucir todos el mismo esquilado como si fuéramos un monótono rebaño de ovejas.
Somos únicos y diversos. Aunque parece que este mantra resulta tan obvio como prescindible. Por eso resulta escandaloso que una niña de solo seis años, hija de David y Victoria Beckham para más señas, llegue a ser objeto de acoso virtual de haters que se lanzan en manada a criticar sus infantiles redondeces. Algunos merecerían un tratamiento de choque con su misma medicina, para salvarnos de tantos estándares físicos e ideológicos como pretenden imponernos. No consigo hacer memoria de un solo avance que no haya partido del debate y la diferencia. Paradójico tener que recordarlo.
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