Circo
Allá en lo alto tenía A Pinito del Oro por invulnerable, refulgente y hermosa, el hada de las cimas
Soy uno de los huérfanos que dejó Pinito del Oro, la reina del trapecio. Ya no quedaremos muchos de los que la vimos en su primera época, cuando comenzó la leyenda que jamás palideció. He ido mucho al circo, como casi todos los niños de la época anterior a los “payasos de la tele”... y a la tele. Pero siempre tuve reservas contra ese espectáculo que sin embargo forma parte imborrable de la primera edición de mi espíritu. Desde muy pequeño, el circo me ha dejado siempre algo triste. Un mundo mágico a cuyo esplendor se le despegaban las lentejuelas y que abundaba en serrín con olor a orines... La gente del circo —payasos, volatineros, ilusionistas, funámbulos, amazonas de corta faldita almidonada...— se me hacía que nos pedía ayuda, que ansiaba ser rescatada. Yo no iba a la carpa sonora de músicas siempre idénticas que me encantaban para disfrutar de sus gracias y habilidades: yo iba a ver las fieras. Con suerte, me tocaba una localidad cerca del pasadizo enrejado por donde leones y tigres trotaban sigilosos hasta la gran jaula central. Allí les esperaba Ángel Cristo, redentor y mártir de bestias feroces... Su exilio es el final del circo y el comienzo de la cursilada soleil...
En cambio, no me impresionaba la intrepidez de Pinito. ¿El triple salto mortal sin red? ¿Por qué no? Yo la consideraba tan incapaz de equivocarse en sus ejercicios como mi madre al escogerme la ropa que debía llevar al colegio cada mañana. Allá en lo alto la tenía por invulnerable, refulgente y hermosa, el hada de las cimas... La niñez vuela más arriba de cualquier trapecio. Luego se aprende el riesgo del vértigo, lo inevitable de la caída hasta para el más prudente, el mérito de estar en el vacío con un pie sobre la barra y los brazos en alto, esperando que la orquesta haga “¡tachán!”...
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