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Yoga para encontrar el camino

La promesa del dinero fácil del narcotráfico acaba con muchas jóvenes africanas en prisión. Un proyecto en Kenia apuesta por su reintegración social a través del yoga

El yoga ayuda a mantener motivadas a las reclusas de la prisión de Langata (Kenia), al tiempo que se refuerza su autoestima
El yoga ayuda a mantener motivadas a las reclusas de la prisión de Langata (Kenia), al tiempo que se refuerza su autoestimaPablo L. Orosa

En esta clase de yoga las alumnas lloran. Son asesinas. Ladronas. Narcotraficantes. Pero lloran igual. Porque no pueden ver a sus hijos. Porque un novio las ha traicionado. Porque saben que, si dieran marcha atrás, no volverían a cometer el mismo error. Dentro de la prisión de Langata, a pocos minutos del centro de Nairobi, la capital de Kenia, la vida transcurre demasiado despacio para unas chicas acostumbradas a vivir demasiado rápido. “Aquí dentro se pasa mal”, confiesa Dorothea. No hay lujos, futuros, ni mucha esperanza. Hasta que llega la clase de yoga. Entonces, por un instante, vuelven a sentirse libres.

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Junto a la sala convertida en gimnasio, un espacio rectangular, de baldosas frías y tres ventanales por los que se cuela la luz del mediodía, hay un gran cesto con ropa sucia. Hay tanta que las reclusas encargadas de la lavandería no saben dónde colocarla. Varias jóvenes llegan a la carrera, con sus mallas y sus camisetas refulgentes. Al pasar junto a sus compañeras, sonríen dejando caer sus pijamas de rayas. Durante la próxima hora y media, su vida no pertenece a la prisión.

“Venga, preparaos”, indica con tono amable pero inflexible Irene Auma, una de las instructoras del programa Peace Within Prisons. Desde hace dos años, Auma acude varias veces por semana a este centro de reclusión para mujeres, para algo más que una clase de yoga. “Tenemos que ejercer mucho de psicólogos. Muchas no tienen quién las escuche”, apunta la joven monitora mientras las internas completan los estiramientos y la meditación previa.

La mayoría no llegan a los 30. Algunas, ni siquiera a los 20. Aunque difieren en edad, nacionalidad y hasta en color de piel, casi todas repiten la misma historia. Una de dinero fácil. “Era la primera vez que lo hacíamos”, asegura Tina, que comparte con su prima Reheimma la desventura de un error de juventud. Les ofrecieron una buena suma —casi cualquier cantidad es una buena suma para unas adolescentes que anhelan los lujos que ven en el televisor— por trasladar droga de Tanzania a Kenia. Debía ser algo sencillo. Quien se lo propuso lo había hecho antes. Otras chicas lo habían hecho antes. Pero Tina y Reheimma nunca llegaron a su destino. Las autoridades kenianas, alertadas por el crecimiento de las rutas del tráfico de heroína y cánnabis, las detuvieron antes.

La sargento Susan Maxita (izquierda) se une a menudo a la clase junto a las reclusas.
La sargento Susan Maxita (izquierda) se une a menudo a la clase junto a las reclusas.Pablo L. Orosa

Aunque ya llevan cuatro años en prisión, desconocen cuánto les queda para cumplir su pena. “Aquí se pasa mal, sobre todo porque no sabes cuándo vas a ir para casa”, lamenta Dorothea, una sudafricana algo mayor que sus compañeras tanzanas, pero también encarcelada por tráfico de drogas. Desde dentro es muy difícil saber lo que pasa fuera. No hay teléfonos y las visitas están bastante restringidas. Por seguridad. Y porque para muchas familias resulta demasiado costoso llegar. “Imagínate a las que somos de fuera”, señala Dorothea, “a nosotras nos es muy difícil comunicarnos con nuestra familias”. En los cuatro años que llevan encarceladas, Reheimma ha visto a sus padres en tres ocasiones. Tina, solo una.

Dentro, la única familia que existe es la que conforman las propias reclusas.

Las confidencias y las sodas

A la clase de hoy ha acudido una veintena de chicas. Irene y Ezra, otro de los monitores del proyecto, corrigen sus posturas. “Aguanta, aguanta”, le piden a unas de jóvenes mientras se contorsiona. A su lado, la sargento Susan Maxita trata de recuperar el resuello. Cuando lo hace, no puede parar de reír. Es una risa contagiosa.

Más allá de la actividad física, el yoga sirve como terapia psicológica

Las reclusas de Langata están encantadas con Susan. No en todas las prisiones les permiten practicar yoga, bailar, escribir poemas o participar en debates. Es una forma diferente de entender lo que significa la cárcel: un modelo pensado en lo que va a pasar el día que dejen atrás los barrotes. “El yoga les demuestra que hay esperanza, que todavía hay vida afuera para ellas”, subraya Ezra. “Muchas tienen problemas de confianza, pero aquí ganan en autoestima. Se trata de motivarlas”, sentencia la sargento Susan.

Pero aunque durante algo más de una hora diaria se convierte en algo parecido a un centro social, el resto del día sigue siendo una prisión. Y las cosas no son fáciles en ninguna cárcel. Para los que están adentro, todo lo que ocurre afuera es una traición: el paso del tiempo, los abogados, las visitas, los que dejan de visitar.

Al terminar su turno en la lavandería, varias de las chicas se sientan en los bancos de la entrada para seguir la clase. “Un poco más, un poco más”, las apremia Irene antes de dar por concluidos los ejercicios, que no la clase. Toca respirar, limpiar el sudor y volver a formar el círculo. “Nadie puede volver atrás. Pero todo el mundo puede seguir adelante”. Palabra de Paulo Coelho. O de la Biblia.

Hay internas que no participan de los ejercicios, pero sí de las charlas.
Hay internas que no participan de los ejercicios, pero sí de las charlas.Pablo L. Orosa

Al terminar la lectura, el murmullo se apodera de la habitación. Las que estaban sentadas se ponen de pie y las que estaban de pie buscan dónde sentarse. En una caja traen dos docenas de sodas y otros tantos paquetes de pan de molde. Es la hora de las confidencias. Hay una reclusa llorando. Tiene gafas, canas y acento mzungu —como se conoce en esta región a los occidentales caucásicos—: su prometido la ha abandonado. La convenció para meter droga en el país y ahora no quiere saber nada más de ella. No es algo nuevo. Pasa demasiadas veces, confiesa, tras consolarla, la sargento Susan.

Por algo más de veinte minutos, los tres, Susan, Irene y Ezra, se convierten en improvisados psicólogos. Les escuchan, les aconsejan, les dejan llorar hasta que vuelven a tener ganas de seguir adelante. “Fuera, la gente hace yoga para mantenerse en forma. Aquí es diferente", continúa Ezra. "La clase de yoga es el momento que tienen para conectar con ellas mismas”. Para sentirse, por un rato, libres.

El modelo de la cárcel para mujeres de Langata está enfocado a la reintegración social 

Las dos guardias que han participado junto a la sargento Susan en la clase de hoy esperan al otro lado del pasillo. Quizás ellas también preferirían que el baile, el yoga o los poemas durarán para siempre; pero es hora de seguir. La vida carcelaria debe continuar. Toca recuento y después almuerzo. Poco a poco, las chicas van desfilando de vuelta a sus celdas. Hay besos y hay abrazos. Muchos “nos vemos pronto”. Antes de cerrar la puerta, Reheimma se detiene un instante. Tiene el rostro acalorado y las manos ocupadas. En una carga la soda. En la otra, la bolsa de pan.

“Gracias”, le dice a sus maestros. No se refiere a la clase. Tampoco a la soda. Ni a la bolsa de pan. Sus palabras van más allá. Es un “gracias” por ayudarle a seguir adelante. Por enseñarle a que en la cárcel también hay futuro.

— Yo voy a ser profesora de yoga

— ¿Cuándo?

— Cuando salga de aquí. Cuando salga de aquí voy a ser profesora de yoga.

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