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MIRADOR
Columna
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Fachada

Alcanzar a modificar el capricho humano es más ventajoso que cambiarles el genoma

David Trueba
Casas de la calle Peironcely 10, en Vallecas, Madrid.
Casas de la calle Peironcely 10, en Vallecas, Madrid. INMA FLORES

Hace unas semanas escuché una interesantísima discusión en torno a una serie de televisión que pasaba por ser un éxito. El discrepante sostenía que ese éxito no era tal cosa, sino un fracaso artístico rotundo, y concluía: “Lo que han conseguido es una sensación de éxito gracias a los dos millones de euros invertidos en publicidad”. Esa idea de sensación de éxito me gustó, porque define muy bien el trabajo muscular de la propaganda. No se trata de acertar, sino de dar la idea de que has acertado. El abominable Harvey Weinstein fue el primero en dedicar campañas de cinco millones de dólares para lograr imponer en los premios Óscar películas olvidables e interpretaciones inanes. El dinero en presiones y publicidad lograba hacer pasar por estelar lo mediocre. La voracidad sexual solo era un acompañante natural de su prepotencia. ¿Si podías cambiar el criterio crítico del público y los expertos cómo no ibas a poder torcer la voluntad de una aspirante guapa deseosa de triunfo? Así funcionaba la cabeza de ese enfermo protegido por un sistema corrupto de silencio y ambición.

Pero sería estúpido considerar que solo la industria del entretenimiento vive manipulada por esta potencia de la propaganda. Al final, la deformación del gusto es el reto máximo de los agentes sociales. Transformar en necesidades e ideales para las personas aquellas cosas que te beneficia inocular en su deseo. Alcanzar a modificar el capricho humano es más ventajoso que cambiarles el genoma. Y de este modo, por ejemplo, los políticos trabajan en imponer una agenda, más allá de las prioridades sociales, que beneficie a sus intereses, alzándose después como representantes eficientes de lo que interesa a la gente. El esfuerzo mayor estribaría en llegar a saber cómo y de qué manera llegó a la gente a importarle eso que dicen que le importa a la gente.

Ahora van a derribar la casa de Vallecas que el fotógrafo Robert Capa inmortalizó en una de esas fotos de la guerra civil española que le dieron fama y notoriedad. Niñas sonrientes posaban en la fachada agujereada de balazos. El posado tuvo intenciones propagandísticas, como es lógico. Se trataba de asistir al gobierno republicano con una idea positiva. La resistencia al fascismo era tan sólida que después del acoso los niños volvían a sonreír, igual que el sol vuelve a salir tras la tormenta. La tentación de arrasarlo todo permanece en nosotros, somos capaces de la irracionalidad más cruel, porque estamos convencidos de que, después de la debacle, otras niñas volverán a sonreír, puras e inocentes, junto a la tapia agujereada.

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