El absoluto
Libertad, igualdad y fraternidad son conceptos incompatibles con lo absoluto
“La vida es corta para todo conocimiento, pero quizás sea suficiente para saber”, dice Juan Malpartida en su novela Camino de casa. Hay demasiadas personas que, sin embargo, creen que tienen ya todo el conocimiento necesario. Creen poseer la verdad y, por tanto, saben poco o saben nada.
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El rey absolutista, el que pensaba que su poder no tenía otro límite que el divino, no supo jamás que el lema que seguiría siendo válido siglos más tarde sería el que precisamente nació contra él: libertad, igualdad, fraternidad, tres palabras que, frente a todo pronóstico, siguen siendo revolucionarias hoy en día. Porque son incompatibles con lo absoluto.
El absoluto fue reivindicado por reyes y teólogos.
El absoluto ha enamorado a muchos poetas.
Del absoluto se colgaron multitud de filósofos, hasta que Einstein lo rebatió por completo.
Desde entonces solo algunos políticos (todavía demasiados) acostumbran a reivindicar lo absoluto. Los políticos y los fanáticos.
Los fanáticos tienen una característica común: todos niegan serlo (a diferencia de los políticos, que ansían confirmar lo que ya son). Pero los reconocemos, a los fanáticos y a ciertos políticos, porque coinciden en una misma manía: defender el absoluto.
Es muy engañoso el absoluto. Se disfraza de buenas intenciones y la mejor de ellas es instaurar el paraíso en un trozo del planeta. Si estamos cómodos en él, quedamos a salvo. Pero el absoluto no puede permitir la existencia de nadie que no obedezca en armonía. Ese debe ser desterrado o destruido. La ética de lo absoluto acepta estas medidas porque, lógicamente, lo que queda fuera de lo absoluto no puede existir.
España padeció 40 años de absoluto. Muchos pensaron que iría diluyéndose en la relativa bonanza democrática. Y, aunque venía apareciendo en los usos y costumbres, solía toparse con un absoluto mayor: la ley. Una ley que se escribió dudando del absoluto.
Los fanáticos y ciertos políticos coinciden en una misma manía: defender el absoluto
Hoy el absoluto ha vuelto a derribar la llamada vieja ley. Avisó en las tazas de café, en los estadios, en los medios, y hasta en las mandíbulas más atléticas en gritar democracia. Ha ocurrido en un Parlamento Europeo, invocando un sueño que, paradójicamente, se autodenomina legítimo (en el diccionario, aquello que se ha establecido de acuerdo con la ley).
No se pueden contraponer dos absolutos sin catástrofe. Y el único antídoto es la empatía con el Otro a través del diálogo.
Porque, si el absoluto desprecia a quienes no están de acuerdo con él; si no le complacen los límites, ¿dónde se detiene? Es una cuestión de grados. Una radicalización de este fenómeno ha justificado muchas veces la violencia.
¿Exagero? Absolutamente.
A menudo trato de comprender la enajenación de esos muchachos que atentaron en la Rambla. Estoy convencido de que obedecían a un absoluto que pensaban justo.
Somos muchos los que nos identificamos, sin embargo, con el desconcierto de aquel otro jovenzuelo, Törless, de la novela de Musil. Un día descubrimos cuán alto queda el cielo. Nuestra mirada es una flecha. Cuanto más lejos apuntamos, cada vez alcanzamos menos cerca del blanco.
Ernesto Pérez Zúñiga, novelista y poeta, es autor de No cantaremos en tierra de extraños (Galaxia Gutenberg, 2016).
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