Leptis Magna, una joya romana vence al Isis
CUENTAN LAS crónicas romanas que la noche en la que se conoció el asesinato del emperador Cómodo, Septimio Severo ni siquiera mudó el gesto. Gobernador en aquel tiempo de la Panonia Superior, ordenó a sus legionarios que estrecharan el perímetro y optó por dormir, desoyendo las voces de aquellos que le conminaban a marchar sobre Roma y reclamar la corona de laurel. Lo haría apenas un año después y con una excusa que le permitiría tanto alcanzar el poder como transformar el sistema de gobierno e implantar una tiranía militar similar a la que el coronel Muamar el Gadafi soñó con fundar 19 siglos después en la misma franja de la costa mediterránea en la que Severo, el primer emperador africano, nació. “Aquí han sucedido cosas importantes de nuestra historia y es esencial que nuestros jóvenes las conozcan. Los libios somos árabes y norteafricanos, pero también mediterráneos, algo que el anterior régimen quiso ocultar”, explica con entusiasmo lectivo Mohamad abu Salam.
Gadafi la usó para esconder sus tanques confiando en que los cazabombarderos de la OTAN no se atreverían a destruir un enclave histórico tan relevante.
Es una cálida mañana de verano y una infantil algarabía, inusual en un país quebrado por el caos y la guerra, resuena entre los imponentes vestigios de la ciudad romana de Leptis Magna, cuna de Severo, que, pese a la guerra que destruye Libia desde hace seis años, y al contrario de lo que ha ocurrido con ruinas similares en Siria, ha resistido el embate de las milicias y la codicia de los yihadistas. Corros de niños, todos uniformados con camisetas blancas y gorras de un color mandarina intenso, escuchan relajados sus explicaciones y las del resto de voluntarios, todos ellos miembros de una asociación local dedicada a la expansión y difusión del vasto patrimonio cultural libio.
“En general la situación aquí es buena, afortunadamente no hemos tenido episodios como el de Palmira”, destaca un funcionario del antiguo Gobierno en Trípoli. “La mayor parte de las piezas importantes o ya habían sido expoliadas por el anterior régimen, o se encontraban en el Museo de Trípoli, que pudo ser protegido durante la revolución”, argumenta. “Solo las ruinas de Sabratha (ciudad situada al oeste de la capital, donde en 2015 se instaló una importante célula radical afín a la rama libia del grupo yihadista Estado Islámico) y las de Cyrene (situadas en un área en disputa entre las localidades de Sirte —antiguo bastión yihadista— y Bengasi, capital del alzamiento popular de 2011) han estado en grave peligro. Esta zona siempre ha estado menos expuesta, argumenta el responsable, que por razones de seguridad prefiere no ser identificado.
Asomado al mar, en un paraje idílico a medio camino entre Misrata —principal puerto comercial del país— y la capital, el primer asentamiento urbano del que se tiene memoria en el área donde ahora brillan las milenarias piedras de Leptis Magna fue levantado por colonos fenicios procedentes de Tiro en torno al año 1100 antes de Cristo y permaneció bajo control cartaginés hasta que, tras las Guerras Púnicas, engrosó el reino númida. Punto de confluencia de las caravanas que cruzaban el Sáhara, su importancia comercial aumentó tras ser incorporada al Imperio Romano y promovida al estatus de colonia por el emperador Trajano. Allí, en un entorno comercial y cosmopolita, se educó Severo, hijo del sufete local Publio Septimio Geta, un hombre al que los cronistas bárbaros describen como un militar brutal y ambicioso. Emigrado a Roma a la edad de 17 años, el futuro emperador aprovechó sus lazos familiares en el Senado para escalar en la jerarquía militar y formar una fuerza de élite que le permitió medrar. Sus victorias castrenses en Oriente Próximo y los Balcanes añadieron después los galones y los recursos financieros suficientes para retar a la poderosa Guardia Pretoriana e instalar la dictadura de los Severos, que prolongaría su famoso hijo Caracalla y que dominaría Roma a lo largo del siglo III. Invadida por tribus locales, Leptis Magna decaería lentamente hasta que la invasión árabe en el año 642 la sumió en el olvido.
“Libia tiene un patrimonio cultural riquísimo, no solo Leptis Magna”, recuerda el exdiputado libio Naser el Seklani. “Ni a Gadafi ni a los nuevos dirigentes les ha interesado nunca, solo pendientes de un petróleo que podríamos regalar. Únicamente con nuestras playas y monumentos, con la pesca y el turismo seguiríamos siendo un país rico y atractivo”, asegura Seklani, un antiguo oficial del Ejército encarcelado por el dictador que se sumó a la revuelta y que se desligó enseguida del proceso político al ver “que quienes abandonaron el país y lo dejaron al capricho del dictador ahora vuelven para ordeñarlo y vendérselo a los extranjeros”.
El potencial turístico de Leptis Magna y de las playas vírgenes de arenas blancas que se extienden cientos de kilómetros desde sus ruinas hasta la ciudad de Bengasi es indudable. Considerada por los arqueólogos una de las urbes romanas mejor conservadas del Mediterráneo, pasear por sus empedradas vías supone un viaje en el tiempo. Su teatro se inclina casi intacto sobre el mar, en el foro parecen resonar las voces de los oradores y en el mercado aún es posible ver los puestos de venta. Sentado bajo el Tetrapylon, erigido en honor a Severo, no es necesario imaginar las calles. Hileras de muros de cerca de dos metros de altura se mantienen erguidos dibujando claramente el plano de esta ciudad declarada patrimonio de la humanidad en 1982, y que la Unesco incluyó en junio de 2016 en la lista de lugares históricos en riesgo junto al resto de maravillas del país: Sabratha, Cyrene, las pinturas rupestres de Tadrart Acacus y el antiguo mercado de esclavos de Ghadames.
Indudable es también, sin embargo, la amenaza sostenida que padece desde que en 2011 Gadafi se acordara de ella para esconder sus tanques, confiado en que los cazabombarderos de la OTAN no se atreverían a destruir tan bello enclave. A apenas 200 kilómetros al este, en la vecina Sirte, la guerra entre las milicias del oeste de Libia y los grupos afines al Estado Islámico vuelve a resonar como un siniestro eco, pese a que los yihadistas fueron expulsados de la ciudad en diciembre pasado. Unos 70 kilómetros al oeste, la apacibilidad de su entorno también se desvanece frente a la inseguridad tribal de Trípoli, escenario de escaramuzas entre los diferentes grupos armados y de luchas cainitas entre los señores de la guerra y el impotente Gobierno sostenido por la ONU, que un año después de ser designado aún no ha sido capaz de conseguir la legitimidad que debe concederle el legislativo ni de mejorar la vida en la capital, donde los cortes de agua corriente y electricidad son una realidad diaria, escasean la comida y los servicios, y conseguir dinero en efectivo es una odisea. Y en el este, a las puertas de Bengasi, prolonga su creciente e inquietante sombra el mariscal Jalifa Hafter, un militar con trazas de dictador que contribuyó a aupar al poder a Gadafi y que años más tarde, reclutado por la CIA, devino en su principal opositor desde el exilio en Virginia. Dos décadas después, apoyado por Rusia, Egipto y Arabia Saudí y acusado de crímenes de guerra, encarna el cesarismo que vuelve a soplar en la región una vez asfixiadas las ilusionantes y manipuladas primaveras árabes: controla los recursos petroleros y domina el 70% de un país sumido en una larga y cruenta guerra civil de la que, al contrario de las libradas por Severo, nadie parece querer ya escribir.
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