Australia, virtudes y pecados de una sociedad multicolor
EL TAXISTA QUE recoge al viajero en el aeropuerto es paquistaní de Lahore. La camarera del primer restaurante elegido es chilena de Santiago. Al oír hablar castellano, llama a su colega, española de Fuenlabrada. La empleada de la oficina de turismo es italiana. Bienvenidos a Sídney, la ciudad más multicultural de Australia, país multicultural donde los haya. La ciudad donde todo es posible. Hacer compras en un espectacular edificio victoriano con vidrieras. Asistir a un concierto en la ópera más famosa del mundo (siete millones de personas visitan cada año la Casa de la Ópera de Sídney). Surfear en las más codiciadas playas del planeta. Pasear por unas calles abigarradas que transportan al visitante a Bangkok, Shanghái o Seúl. Esta es la ciudad de la cacofonía arquitectónica, donde los austeros edificios victorianos parecen engullidos por un mar de rascacielos. Viejas iglesias anglicanas en medio de los imponentes edificios de los grandes bancos. ¡De un Dios a otro!
Un muro frente a la bahía da la bienvenida, con millares de apellidos y testimonios escritos, a todos los inmigrantes que llegaron desde finales del siglo XVIII a estas tierras y que “llaman hoy a Australia su casa”. Sídney, ciudad relajada, donde el chándal deportivo y el pantalón corto ganan por goleada al traje en pleno centro, es una permanente oda a esta inmigración de las más diversas procedencias que ha forjado la nación australiana de hoy. Una inmigración, sin embargo, que no fue siempre virtuosa. Los primeros forasteros que los aborígenes vieron desembarcar en sus costas en 1788, 18 años después de que se aventurara por estos lares el capitán británico James Cook, eran convictos.
Al menos un 10% de los australianos tienen a algún convicto en su árbol genealógico. Algunos reivindican ese pasado “heroico”.
El Museo de los Barracones de Hyde Park, patrimonio mundial de la Unesco, está en el centro de Sídney. Enclavado en el mismo sitio por donde pasaron más de 50.000 presos deportados, recuerda que este país sirvió antes que nada de penal para Inglaterra. A los condenados a muerte o a una pena severa (en auge con el aumento de los delitos contra la propiedad ligados a la revolución industrial y sus secuelas de pobreza) se les ofrecía la opción de emigrar sin retorno a estos parajes lejanos. Convictos acompañados de sus guardianes, fueron, por tanto, los primeros colonizadores y forjaron, en coexistencia difícil con los aborígenes, la Australia blanca, construyendo carreteras y edificios (convictos albañiles trabajando bajo la dirección de convictos arquitectos). Gozaban de una libertad casi total: con el mar de un lado y el inhóspito desierto del centro del país del otro, las posibilidades de escapar parecían nulas. Al menos el 10% de los ciudadanos australianos tienen a algún convicto en su árbol genealógico. Pero hoy nadie se avergüenza de ello, incluso parece de moda reivindicar este pasado “heroico”.
Tras los convictos vinieron, de Inglaterra primero, de China y otras procedencias después, los demás. Todas las grandes ciudades del país tienen hoy su museo dedicado a la inmigración. Para visitar el que probablemente sea el más completo de todos, hagamos un salto de 870 kilómetros desde Sídney hasta su gran competidora: Melbourne, la capital histórica hasta la construcción de Canberra en los años diez del siglo XX y hoy todavía su metrópoli cultural. Nostálgica de su esplendor pasado como referencia internacional del país (los primeros Juegos Olímpicos que eligieron Australia, en 1956, se celebraron aquí; los segundos, 44 años más tarde, en Sídney), Melbourne no muestra a primera vista el relajo extremo de su gran rival.
Algo que no le impidió llevarse durante seis años consecutivos el premio a la mejor ciudad del planeta para vivir otorgado por The Economist. Se desarrolló durante la fiebre del oro de la segunda parte del siglo XIX, cuando se llegó a extraer nada menos que 170.000 kilos del metal precioso en solo cuatro años. Los edificios de estilo victoriano que reflejan el esplendor de antaño son numerosos, aunque coexisten con un bosque de rascacielos que parece apretujarlos.
El Museo de la Inmigración de Melbourne relata esta saga: de la importación de convictos se pasa rápidamente al desembarco de los británicos y de los chinos en busca de un nuevo El Dorado. Llegaban incluso niños solos de la lejana metrópoli con el fin, según los términos de un documento de época conservado en el Museo Marítimo de Sídney, de “traer material inglés”. Desde 1788 emigraron a este país más de nueve millones de personas, de las cuales siete millones lo hicieron después de la Segunda Guerra Mundial. El rostro de los recién llegados, por lo demás, ha cambiado recientemente, acentuando el aspecto multicultural del país. Como nos recuerda el Museo de la Inmigración (¡otro!) de Adelaida, por primera vez entre 2010 y 2011, el contingente anual de inmigrantes chinos superó al de los británicos… antes de ser a su vez aventajado, tres años más tarde, por los indios, hoy omnipresentes en el sector informático y de los servicios.
Esta política migratoria aparentemente generosa y ecuménica tuvo, sin embargo, sus sombras notables, y la historiografía oficial ya no lo esconde: fue la política de la Australia blanca, impulsada a partir de 1901, apenas constituida la Federación australiana. Para limitar, sin decirlo explícitamente, la inmigración de origen asiático, las autoridades subordinaban el otorgamiento del visado a un test: escribir un dictado de 50 palabras en un idioma europeo (¡para un candidato asiático, redactar en croata era más que arduo!). Más grave: esta exigencia se aplicó incluso a los ciudadanos ya presentes en el país y se tradujo en expulsiones en masa. Como recuerda el Museo Chino de Melbourne, la comunidad de esta procedencia presente en el Estado de Victoria (del que Melbourne es su capital) pasó así, a partir de los años 1850, de 50.000 a 9.000 personas. Y las galerías del museo exhiben los ignominiosos panfletos racistas antichinos que circulaban por entonces. Hubo que esperar a 1958 para que se empezara a abolir estas restricciones migratorias basadas en la raza, con la supresión del test de escritura. Aunque las tentaciones discriminatorias no han desaparecido del todo: desde 2001, el Gobierno australiano se ha negado a recibir a centenares de refugiados asiáticos que llegaban por barco y les ha desviado en alta mar a Papúa Nueva Guinea y Nauru, a cambio de generosas compensaciones económicas. Las condiciones en las que están retenidos en campos de detención en estos dos países, a veces durante meses hasta que sean examinadas sus peticiones de asilo, han sido muy criticadas por organizaciones humanitarias.
Australia es ejemplo de cosmopolitismo, pero insiste en presentarse como la fortaleza de Occidente en el Pacífico.
Más allá de estos brotes que recuerdan la época de la Australia blanca, el país ha emprendido un nuevo debate: aunque el 28% de los ciudadanos australianos de hoy han nacido fuera de las fronteras, el número de los nacimientos en el país ya empieza a superar, en términos anuales, el de las llegadas de inmigrantes. Y Australia se cuestiona en las columnas de sus medios de comunicación un tema que parece un lujo visto desde otras latitudes: ¿cuántos ciudadanos deseamos ser? Y en función de eso, ¿cuántos inmigrantes debemos acoger cada año? (ya no se añade “¿y de dónde?”). Australia, aparentemente, tiene margen: su superficie es 15 veces la de España, pero su población es apenas la mitad (23,8 millones de personas). Su densidad es de 3 habitantes por kilómetro cuadrado, frente a los 92 en España. Y el centro semidesértico del país, al que los australianos llaman outback, está deshabitado: cubre el 75% del territorio, pero cuenta con menos del 10% de sus habitantes. Aunque se trate de una tierra árida, poco productiva.
Los partidarios de la prudencia, sin embargo, subrayan que abrir las fronteras a un ritmo demasiado rápido puede poner en peligro los equilibrios productivos del país y colapsar sus infraestructuras. El debate, además, tiene connotaciones de tipo militar. La idea de volver a incentivar una inmigración que se había frenado data de la Segunda Guerra Mundial: en 1942, los japoneses bombardearon con saña la región de Darwin, en la costa norte (múltiples monumentos lo recuerdan en esta ciudad), y los australianos tomaron entonces conciencia de la vulnerabilidad de su país, enorme pero deshabitado. El Gobierno decidió subvencionar la inmigración, y siguió haciéndolo hasta 1981.
Esta preocupación de tipo estratégico tiene su importancia en un país sorprendentemente patriotero y militarista. Por más que la sociedad australiana sea un paradigma de cosmopolitismo y de apertura a todas las culturas, insiste, sin embargo, en presentarse como la fortaleza de Occidente en el Pacífico. Como si necesitara de un ideal común para aglutinar sus comunidades tan diversas. Desde la Segunda Guerra de los Bóers en 1899 en la que combatió del lado de los ingleses, la lejana Australia participó, junto a su vecina Nueva Zelanda, en todos los grandes conflictos que asolaron el planeta, primero en compañía de Reino Unido y después de la OTAN. El contingente conjunto de los dos países del Pacífico, que pasó a llamarse ANZAC, estuvo en las dos guerras mundiales, la de Corea, la de Vietnam, la del Golfo, la de Afganistán y la de Irak. El Gobierno australiano, entonces en manos de los conservadores, fue uno de los pocos que apoyaron la invasión de este último enclave decidida por el presidente norteamericano George Bush en 2003.
pulsa en la fotoEscena en Melbourne.Thierry Maliniak
El país está hoy sembrado, de norte a sur, de monumentos militares dedicados al ANZAC, todos con la mención “Lest We Forget”, una frase de un poema de Rudyard Kipling que significa “no olvidemos”. Y los australianos, no hay duda, no olvidan. En la capital federal, Canberra, una avenida, la Anzac Parade, no es más que una sucesión interminable de memoriales bélicos, uno por conflicto y uno por cuerpo de las Fuerzas Armadas. Asistir el 25 de abril al Día del ANZAC (probablemente el festivo más importante del año), por ejemplo en Sídney, es un espectáculo impresionante: durante toda la jornada, millares de veteranos cubiertos de medallas y soldados de los distintos cuerpos militares toman las calles del centro y desfilan en medio de un público entregado, con gente llorando y jaleando. Todos parecen aquí representados: en medio de la calle se ven australianos y australianas de todo tipo, sean cristianos, musulmanes o budistas, sean europeos o asiáticos…
No hay aquí recorrido cultural que no arranque honrando a los aborígenes, “primeros ocupantes de esta tierra”.
O sean aborígenes: los habitantes originales de la isla participaron en los conflictos de los blancos antes incluso de que estos últimos reconocieran sus derechos básicos (como los afroamericanos en Estados Unidos). Y olvidaron para ello sus (legítimos) resentimientos. La historia de los aborígenes parece desmentir esta capacidad integradora que caracteriza a Australia. Es una historia de exclusión violenta de sus tierras (que eran consideradas como terra nullius, de nadie) y de apartheid. En un intento de asimilación forzosa, millares de niños hijos de parejas aborígenes o mixtas fueron arrancados a la fuerza de su familia y dados en adopción o entregados a instituciones religiosas: la “generación robada”, como se pasó a llamar. Se estima que, entre 1910 y 1970, hasta un tercio de los niños nativos pudieron sufrir este desarraigo.
Australia tardó en corregir el rumbo. Hubo que esperar a 1967 para que los aborígenes fueran incluidos en el censo nacional, a 1984 para que su teórico derecho al voto se volviera efectivo y a 1992 para que el Tribunal Supremo anulara definitivamente la teoría de la terra nullius. En el Parlamento de Canberra, una placa recuerda un momento considerado clave en lo que fue la política de reconciliación: la intervención emocionante ante el legislativo del primer ministro de entonces, el laborista Kevin Rudd, pidiendo por primera vez perdón por este pasado oscuro. No ocurrió hasta 2008. “Hoy honramos a los pueblos indígenas de estas tierras, la cultura existente más antigua de la historia de la humanidad”, dijo. Y les ofreció disculpas “sin reservas”. La nación entera siguió esta alocución histórica, retransmitida en directo por televisión.
Hoy el país parece querer expiar sus pecados. Los aborígenes solo representan ya el 2,7% de la población (con una edad media de 21 años), aunque llegan casi al 30% en el Territorio del Norte, uno de los Estados de la Federación. Prácticamente no se ven en las grandes ciudades del sur como Sídney, Melbourne o Adelaida. Pero se alude a ellos como nunca en el pasado. No hay recorrido turístico o visita cultural que no empiece por “un homenaje a los primeros ocupantes de esta tierra”. Los periódicos debaten sobre cómo facilitar su integración en la vida nacional. Las galerías contienen múltiples salas reservadas a su arte, siendo probablemente la más completa y la más impresionante la National Gallery de Canberra. Mientras, la Ian Potter Gallery de Melbourne muestra cómo las técnicas pictóricas de tipo puntillista típicas de los indígenas se adaptan a las formas más modernas: desde el arte abstracto hasta la digitalización, pasando por los vídeos y los collages.
Los aborígenes están de moda en la Australia de hoy y hablar en su nombre se ha vuelto políticamente correcto. Pero ¿se han integrado? Delante de la sede del antiguo Parlamento en Canberra hay una pequeña casucha en la que se lee: “Embajada aborigen”. Se plantó en 1972, durante un conflicto por la posesión de la tierra. Cuarenta y cinco años después, sigue allí: una manera para los indígenas de hacer ver que no se sienten representados por las instituciones políticas del país. Siguen reclamando un tratado con el Gobierno central, que se niega a ello arguyendo que sería como reconocer que hubo una verdadera guerra entre los aborígenes y los inmigrantes, lo que la Australia blanca siempre ha negado.
Pero más allá de la disputa institucional está la realidad social: en las calles de Alice Springs o Darwin, en el Territorio del Norte, el espectáculo de los grupos de aborígenes sentados o deambulando todo el día, ociosos, en los parques (se les llama incluso de manera despectiva los parkies), algunos con una botella de alcohol en la mano, da a entender que mucho queda por hacer para que la integración sea una realidad. En una pared del Museo de Arte Contemporáneo de Canberra se exhibe el texto en inglés de un poema de Vernon Ah Tree, un conocido artista cuya sangre mestiza es aborigen y china. Se llama Si yo fuera blanco y en él se lee: “Si yo fuera blanco, no tendría que vivir en un país que me odia. Si yo fuera blanco, yo tendría mi país”. Lograr cambiar esta percepción es una asignatura pendiente para una nación que fue capaz de absorber con éxito a millones de personas de todas las latitudes, pero que, paradójicamente, no ha logrado todavía integrar a los primeros que vivieron en su tierra.
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