El fracaso de los microcréditos
La ayuda al desarrollo debe reinventar el acceso a la financiación de los más pobres
En la década de los ochenta se extendió por todo el mundo una propuesta muy sencilla que rápidamente se convirtió en uno de los instrumentos más importantes de la cooperación internacional, consistente en el desembolso de pequeños préstamos a los pobres para que estos pudieran llevar a cabo actividades generadoras de ingresos relacionados con la economía informal. Con ello, se decía que sus receptores, los pobres, saldrían de su situación de privación, permitiendo además la creación de pequeñas empresas exitosas que mejorarían los medios de subsistencia, reduciendo la vulnerabilidad, particularmente si los prestatarios eran mujeres, proporcionando ingresos que se invertirían en mejorar su salud y facilitar su empoderamiento. Eran los microcréditos, cuya simplicidad y sus aparentes virtudes cautivaron rápidamente a la comunidad internacional pero especialmente a gobiernos, donantes y agencias multilaterales, que dedicaron importantes recursos para facilitar su extensión en los países en desarrollo.
Sin embargo, estos no han cumplido las numerosas promesas que los organismos internacionales y oenegés hicieron, hasta el punto que se puede afirmar que los microcréditos representan uno de los mayores fracasos en las políticas de cooperación al desarrollo. Hablamos de un fracaso a la luz de dos premisas fundamentales, como son la reducción de pobreza y privación entre sus receptores, quienes por el contrario vienen utilizando estos microcréditos para financiar gastos esenciales de subsistencia y el acceso a servicios básicos para ellos y sus familiares, al tiempo que tampoco han generado un desarrollo económico en línea con el volumen de recursos destinados a los mismos, mientras que otros sectores productivos formales han visto en muchos países cómo su disponibilidad de crédito se reducía o directamente se eliminaba como consecuencia de redirigir esta hacia unas microfinanzas que se convertían en el motor de una economía informal que debilitaba al Estado.
Ahora bien, el acceso a la financiación desempeña un papel determinante en países y comunidades en desarrollo, donde poder acceder a recursos resulta crucial para mantener actividades comerciales, artesanas y productivas. Pero tener crédito para la población excluida, marginada, discriminada, en situación de pobreza no es un simple problema financiero, como frecuentemente se afirma, sino que está ligado a factores de exclusión social e institucional que inciden directamente en reforzar la desigualdad social y la marginación económica de estas personas. Intervenir únicamente desde una dimensión bancaria ignorando el resto de los factores, no hace sino perpetuar y profundizar todavía más los acusados factores de exclusión y discriminación que viven estas personas, aumentando todavía más su vulnerabilidad, el riesgo y la pobreza, como así ha sucedido en numerosas comunidades donde los microcréditos se han extendido.
Por ello, es importante reformular el sistema de microfinanzas en los países en desarrollo. Un elemento fundamental pasa por no destinarlas a financiar la subsistencia y el malvivir entre los pobres mediante el gasto de consumo en bienes básicos. Existen demasiadas evidencias de que las primeras generaciones que asumieron microcréditos en países asiáticos o latinoamericanos no han experimentado un ascenso social o económico, sino que por el contrario han transmitido generacionalmente esa pobreza a sus hijos. Por ello, es importante que en los países empobrecidos se pongan en marcha programas de renta básica mediante bolsas familiares que proporcionen alimentos y bienes de primera necesidad a la gente que vive en mayores condiciones de privación. El coste es muy reducido, mientras que los beneficios son enormes.
Pero para personas con capacidad para ello, sería conveniente articular programas de microahorros sociales que puedan asegurar estos recursos y facilitar financiación a microempresas acompañada de asesoramiento financiero en condiciones sostenibles y económicamente favorables. En el caso de pequeños negocios personales, una valiosa ayuda lo constituye facilitar bienes, activos e inversiones a muy pequeña escala que permitan el funcionamiento operativo de la actividad económica.
También es necesario impulsar fórmulas exitosas que funcionan en diferentes países, como los bancos estatales y municipales de desarrollo para Pymes, junto a otras fórmulas de financiación mucho más locales, como son las cooperativas financieras propiedad de sus propios ahorradores o los bancos comerciales locales de carácter municipal.
Sin embargo, bueno sería que se recuperaran fórmulas históricas de solidaridad que en numerosos países y comunidades han funcionado adecuadamente, evitando así el crédito y el endeudamiento de los más pobres. Todo ello sin descuidar nuevas vías de economía social, formas comunales de producción, sistemas avanzados de cooperativismo colectivo y sociedades productivas, así como el fomento del empleo público desde aldeas, municipalidades y núcleos rurales dirigidos a los más pobres.
Reinventar el acceso a la financiación para sectores que no pueden acceder a ella pasa por intervenir al mismo tiempo sobre vectores clave de desigualdad, exclusión y discriminación, exigiendo la construcción de estructuras políticas, sociales e institucionales distintas que prioricen la satisfacción de las necesidades básicas elementales como herramienta práctica del desarrollo. Y cada región, cada comunidad y país debe explorar e implementar fórmulas específicas que incorporen elementos históricos, sociales, culturales y económicos adaptados a cada grupo social. Todo ello son elementos a tener en cuenta en el nuevo Plan Director de la cooperación española, actualmente en fase de redacción, a la luz de la experiencia.
Carlos Gómez Gil es profesor de cooperación para el desarrollo en la Universidad de Alicante, autor de El colapso de los microcréditos en la cooperación para el desarrollo (Los libros de La Catarata, 2016).
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