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Columna
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El rito iniciático

El conflicto entra en una fase de consecuencias imprevisibles

Josep Ramoneda
Un grupo de diputados de Junts pel Sí en el Parlament durante un receso del pleno.
Un grupo de diputados de Junts pel Sí en el Parlament durante un receso del pleno.Massimiliano Minocri (EL PAÍS)

El Gobierno catalán ha dado la orden de salida hacia el encontronazo institucional con el Estado. Después de años de confrontación retórica entre la legitimidad de la ley y la legitimidad democrática llega el topetazo. La acción de las instituciones catalanas pone en marcha la reacción del Gobierno, y el conflicto entra en una fase de consecuencias imprevisibles.

La semana había empezado con las últimas proclamas antes de la confrontación. El lunes, Mariano Rajoy dio un salto en su cautela y advirtió de que serían retiradas las urnas que fueran instaladas, Puigdemont contestó que esto “era un golpe de Estado”. El martes el poder judicial se alineó con el Gobierno en la defensa de la “indisoluble unidad de la nación española” (dijo el presidente del CGPJ, Carlos Lesmes) y el Gobierno catalán pedía día y hora a Rajoy para hablar del referéndum, del que el presidente no quiere saber nada y los soberanistas no quieren retirar en ningún caso. Estamos ante el fatalismo del encontronazo, como si se tratara del rito de paso iniciático necesario para que se puedan reenfocar las cosas.

¿Hasta dónde llegará ahora la respuesta del Gobierno español?
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El soberanismo ha demostrado solidez y capacidad de resistencia. Los que cada temporada han venido anunciando su fracaso chocan ahora con la cruda realidad. ¿Quién podía imaginar en 2012 que se llegaría hasta aquí? Es un fracaso del Gobierno de Rajoy que nunca ha encontrado el tono a la hora de dirigirse a los catalanes: lo ha hecho con paternalismo o con desdén. Y paga su negativa a tratar el reto como lo que es: un problema político.

¿Hasta dónde llegará ahora la respuesta del Gobierno español? ¿Tiene capacidad el soberanismo para transferir el problema a la calle? Estas son dos preguntas determinantes para pensar el futuro próximo. Cuando los mecanismos represivos del Estado se ponen en marcha nunca se sabe dónde se paran y en un clima dominado por la pérfida de lógica de las adhesiones incondicionales las palabras manchan a las personas. El que no se alinea con el Gobierno es golpista, el que no se aliena con el soberanismo es antidemócrata y el que osa dudar es un siniestro equidistante.

La ciudadanía asiste con cierta perplejidad a un conflicto singular porque subvierte el orden constitucional. Se equivoca el Gobierno si piensa que puede ganar por goleada, aunque la relación de fuerzas esté claramente a su favor. Apostarlo todo a la carta del miedo es arriesgado. Enrabietado o reforzado el soberanismo seguirá ahí. Y se equivocarán los independentistas si creen que su marcha ya es imparable, pueden darse de bruces en la primera curva.

Habrá que reconstruir lo que hasta ahora se ha negado, que es el mutuo reconocimiento de las partes. Y recuperar la política, aunque el rencor y la distancia se hayan agrandado. Seguir por la vía del enfrentamiento nos situaría en la peligrosa senda del autoritarismo postdemocrático.

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