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Tribuna
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La perspectiva del 2 de octubre

El escenario para después del día de referéndum en Cataluña demanda un esfuerzo político contundente. Una solución pasa por por una reforma constitucional que reconozca las particularidades y exija una indiscutible lealtad federal

Mariola Urrea Corres
ENRIQUE FLORES

Unas semanas antes del 1 de octubre, Junts pel Sí ha hecho público el texto de la Proposició de llei de transitorietat jurídica i fundacional de la república. De esta manera las fuerzas independentistas catalanas ofrecen a los ciudadanos información sobre el marco jurídico que daría cobertura a una pretendida independencia de Cataluña en el supuesto de que el referéndum anunciado arrojara una mayoría suficiente que avalara la creación de un nuevo Estado en forma de república catalana. Demasiadas presunciones para dar verosimilitud a un escenario político en el que algunos creen con ingenuidad de párvulo, mientras otros, conscientes de estar frente a un hecho imposible, administran estratégicamente la expectativa creada con la confianza de rentabilizar el esfuerzo en un proceso electoral que se percibe próximo. Resulta curioso cómo el independentismo cree haber llegado más lejos que nunca y, sin embargo, el resultado al que conduce el 1 de octubre no parece diferir mucho del que provocó la consulta no vinculante del 9 de noviembre de 2014 o las últimas elecciones autonómicas celebradas el 27 de septiembre de 2015 bajo retórica plebiscitaria. Ante la incapacidad de garantizar una consulta eficaz, legal y jurídicamente vinculante, el Govern justifica la adopción de las medidas necesarias para abrir el proceso de desconexión del Estado español a través de la presentación de un texto que, aunque no vaya a tener recorrido parlamentario, ofrece a los entusiastas la ilusa aspiración de un marco constitucional propio para Cataluña.

No discuto la capacidad de una parte del Estado para negociar una reforma del marco jurídico que regula su relación. Incluso acepto la vocación independentista que expresan algunos como legítima aspiración política. Procede recordar que la viabilidad jurídica de esta reivindicación dependerá de los cauces procedimentales que se utilicen para hacerla efectiva. De tal forma que solo si estos se acomodan a la legalidad vigente estaríamos ante un aceptable “derecho a decidir”. Sin embargo, como saben quienes dirigen las instituciones catalanas, la independencia no se alcanza con una mayoría como la existente actualmente en el Parlament. Tampoco movilizando a la sociedad a favor de una idea cuya consecución desconoce los límites que impone el marco jurídico vigente. Por ello quizás no esté de más ofrecer siquiera dos argumentos como referencia para ordenar el debate que se plantea antes y después del 1 de octubre.

Es razonable que el Estado impida el ejercicio de un derecho del que Cataluña no es titular

El primero de ellos incide en la inexistencia de un derecho a la autodeterminación en los términos que recoge la Llei del referendum d’autodeterminació presentada ayer en el Parlament. Para que no haya dudas: Cataluña no tiene un derecho de autodeterminación en virtud de lo establecido en la Carta de las Naciones Unidas, en el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos, en el Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales o en la Resolución 2625 de las Naciones Unidas, por citar la normativa internacional mencionada en el preámbulo de la citada norma. El derecho de libre determinación de los pueblos que reconocen esos textos, jurídicamente vinculantes para España, encuentra su razón de ser en el proceso de descolonización o en los supuestos de pueblos anexionados por conquista, dominación extranjera, ocupación o pueblos oprimidos por violación masiva y flagrante de sus derechos. Ninguna de estas circunstancias describe la realidad catalana, ni siquiera en el supuesto de que el Gobierno de la nación ofreciera, en las próximas semanas, una respuesta contundente a situaciones de desobediencia institucional. En consecuencia, es razonable que el Estado impida el ejercicio de un derecho del que Cataluña no es titular.

El segundo de los argumentos nos coloca en la perspectiva del 2 de octubre. Así, una vez el Estado frustre la creación de una República de Cataluña mediante los instrumentos judiciales oportunos, tendrá sentido formular una propuesta política que facilite el (re)encaje de Cataluña en un renovado proyecto de país. De hecho, dar respuesta a la especificidad catalana responde a una realidad objetiva y percibida, resulta posible en términos políticos y, además, es un acto de responsabilidad institucional para el mantenimiento de la propia idea de España cuya debilidad, por cierto, ha contribuido a fortalecer las posiciones independentistas. La forma de administrar esa iniciativa pasa, a mi entender, por una reforma constitucional que reconozca las particularidades de algunos territorios y exija, a cambio, una indiscutible lealtad federal. Mi propuesta se suma así a las que ya han sido expuestas en el ámbito académico por quienes creen que el texto de 1978 requiere una actualización significativa, entre otros aspectos, en lo referente al modelo territorial, donde será difícil negar el uso del término nación para determinadas realidades políticas y posponer una reforma en profundidad del Senado. También parece necesario revisar el sistema de financiación autonómica, para incorporar “la ordinalidad” y garantizar una mayor solidaridad interterritorial; reformular el procedimiento de participación de España en la Unión Europea a través de una “cláusula europea” similar a la prevista en otros ordenamientos nacionales; superar las distorsiones del actual sistema electoral y, también, dotar de mayor legitimidad a la Monarquía entre aquellas generaciones que no votaron la forma de gobierno.

Sólo administraremos una solución aceptable si tratamos el tema como una cuestión de Estado

Habrá quien considere la iniciativa demasiado arriesgada para abordarla en un contexto parlamentario fragmentado. No lo discuto. La cuestión, sin embargo, no es la dificultad del reto, sino si este resulta inevitable, incluso sin tener garantías de que el consenso final supere el de 1978. No ignoro que la reforma constitucional ni tendría por sí misma un efecto taumatúrgico sobre los problemas de España ni daría satisfacción al independentismo, pero sí creo que debilitaría sus argumentos y pondría a prueba su capacidad para aceptar que mejorar la posición de partida exige renunciar a las pretensiones de máximos. A pesar de los riesgos expuestos, creo que la perspectiva del 2 de octubre demanda un esfuerzo político más contundente que el realizado hasta la fecha para superar los condicionantes que han contribuido a la situación actual. Más aún, creo que solo administraremos con éxito una solución aceptable si tratamos el tema como una cuestión de Estado de la que todos somos, por tanto, rehenes. Únicamente así, los actores políticos implicados se impondrán las exigencias de generosidad y disposición a la colaboración necesarias para una negociación que renuncie a un resultado de suma cero en el que uno gana lo que pierde el otro. Desde esta perspectiva, la iniciativa política está muy condicionada por quiénes son los que asumen la responsabilidad de liderarla. En Cataluña, la convocatoria de algunas cenas invita a pensar que el proceso de selección de nuevos candidatos ya ha comenzado. ¿Qué está ocurriendo en el resto del Estado?

Mariola Urrea Corres es profesora titular de Derecho Internacional Público y directora del Centro de Documentación Europea de la Universidad de La Rioja.

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Sobre la firma

Mariola Urrea Corres
Doctora en Derecho, PDD en Economía y Finanzas Sostenibles. Profesora de Derecho Internacional y de la Unión Europea en la Universidad de La Rioja, con experiencia en gestión universitaria. Ha recibido el Premio García Goyena y el Premio Landaburu por trabajos de investigación. Es analista en Hoy por hoy (Cadena SER) y columnista en EL PAÍS.

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