Antídotos
Un mundo que parpadea sin ganas. Un blindaje de pájaros muertos. De bostezos brumosos
Se hace así: se tienen padres, madres, hermanos, se vive una infancia más o menos feliz y más o menos triste, una adolescencia más o menos feliz y más o menos triste, una juventud atolondrada. Se tiene una vocación. Se vive —se logra vivir— de, por, con, en, para ella. Se viaja a sitios inesperados, impensables. Se hacen cosas inesperadas, impensables. Se encuentran hombres y mujeres inesperados, impensables. Se cometen prodigios y desastres. Se mira hacia atrás con vértigo. Hacia adelante con curiosidad. Nunca a los lados. Y se sigue y se sigue. Y todo parece bien, y hasta muy bien, o razonablemente bien. Hasta que un día se mira alrededor y ya no hay vértigo. Ni nada inesperado. Ni prodigios ni desastres. Solo cordialidad y horror. Un mundo que parpadea sin ganas. Un blindaje de pájaros muertos. De bostezos brumosos. Entonces se hace así: se abre la puerta de casa. Se bajan las escaleras. Se sale a la calle. Se llega hasta la esquina (como si se fuera a huir definitivamente). Pero una vez allí no se hace nada salvo seguir respirando y recordar este verso de Sharon Olds: “Qué precisión se hubiera necesitado / para que los cuerpos volaran a toda velocidad por el cielo tanto tiempo sin lastimarse el uno al otro”. Y esta trilogía de Nicanor Parra: “Ya no me queda nada por decir / Todo lo que tenía que decir / Ha sido dicho no sé cuántas veces”. Y: “He preguntado no sé cuántas veces / Pero nadie contesta mis preguntas. / Es absolutamente necesario / Que el abismo responda de una vez / Porque ya va quedando poco tiempo”. Y: “Solo una cosa es clara: que la carne se llena de gusanos”. Después se vuelve sobre los propios pasos. Se suben las escaleras. Se entra en casa. Se sigue. Así se vive cuando se tiene temple. Y el corazón helado. (Y no se piensa nunca en el verso de Joseph Brodsky: “Y temblarás al escuchar decir: ‘Querido”. Jamás se tiembla)
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