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MIRADOR
Columna
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Ilusionismo

¿Se acuerdan de cuando los políticos insistían en que su principal iniciativa social iba a ser recuperar la ilusión de la gente?

David Trueba
Lauren Coria-Avila y su hija Sielh Avila esperando para ver el eclipse solar.
Lauren Coria-Avila y su hija Sielh Avila esperando para ver el eclipse solar. Rick Wilking (REUTERS)

Una de las cosas más bobas que he leído últimamente en boca de artista fue una desautorización de la crítica bajo la excusa de que nadie tiene derecho a opinar sobre algo personal. Era una argumentación tan peregrina que concluía en rotunda satisfacción con la obra propia solo porque representaba la ilusión del autor. Es evidente que la convicción personal es la más sólida apuesta de cualquier creador, pero eso no desautoriza los comentarios ajenos, ni los ha de reprimir, sino que seguramente de la fricción entre unos y otros algún día saldrá la valoración real que, por suerte o por desgracia, solo el tiempo, el mucho tiempo, otorgará, y ni siquiera de manera definitiva. Pero queda ahí en el aire un concepto pomposo y algo trampeado que hemos dado en llamar ilusión. ¿Se acuerdan de cuando los políticos insistían en que su principal iniciativa social iba a ser recuperar la ilusión de la gente? Por suerte, al día de hoy, la gente ya ha aprendido que con su ilusión no juega nadie y a cualquier profesional de la política que propone en público una memez así le desautorizan siglos de decepción y se le reconduce a la humildad a batacazos.

Pero cuando uno viaja por España, y las vacaciones son una buena excusa para hacerlo, descubre que esas ilusiones andan establecidas y forjadas por toda esquina. Hay muchísimas verbenas y fiestas patronales que se asientan sobre falsedades e invenciones. La mayoría de ellas de origen religioso o paleomístico que harían sonrojar de la vergüenza a un párvulo, pero sin embargo son adoradas y festejadas por la vecindad necesitada de trascender un poco más allá del orgullo de ser simplemente de un sitio. Luego están las ilusiones aún más memas de reliquias, restos e invenciones, que se jalean desde la autoridad competente para ver si sacan un rédito mayor al turismo. Desde pinturas falsas pasando por objetos de simbolismo traído por los pelos hasta episodios ficticios que invaden la vida cotidiana con la franquiciada rentabilidad de una novela histórica. La verdad nunca es suficiente, nos tememos.

En todos los casos, la misma reivindicación de la ilusión. No le quites la ilusión al chico, no le quites la ilusión al pueblo, no le quites la ilusión al libro de historia. En ese ejercicio de ilusionismo se puede alcanzar la más alta cota de demencia cuando se llega a confundir del todo el pasacalles con la esencia. Hay una saturación folclórica que va de la mano con un profundo autoritarismo del necio, el que cree que su ilusión lo justifica todo.

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