Neandertales, la extinción de los otros humanos
HACE 70.000 AÑOS, un pequeño grupo humano, dos o tres individuos, pescó unos cuantos mejillones, se acercó a un abrigo rocoso, encendió un fuego y, mientras se comía los moluscos, se dedicó a tallar piedras. Las huellas de aquella escena quedaron fosilizadas y esto ha permitido su reconstrucción a los científicos que trabajan en dos yacimientos arqueológicos del peñón de Gibraltar, las cuevas de Vanguard y Gorham. Es un momento muy cercano, familiar, aunque a la vez muy alejado. Y no solo en el tiempo: aquellos humanos no eran sapiens como nosotros. Como neandertales, pertenecían a una especie humana distinta. Sus últimos miembros vivieron en este rincón del sur de Europa. Junto a otros yacimientos peninsulares, como El Sidrón en Asturias, estas cuevas han contribuido a transformar la imagen de aquella especie que habitó durante cientos de miles de años en Europa: la arqueología ha revelado que no fueron unos homínidos brutos y apenas dotados de razón, como se les ha descrito muy a menudo, sino unos seres muy parecidos a nosotros aunque, a la vez, distintos, y no solo anatómicamente.
Los neandertales tenían la capacidad del lenguaje, enterraban a sus muertos, eran solidarios con aquellos que no podían valerse por sí mismos, se decoraban con plumas y conchas, comían de todo (hasta atún y focas), e incluso se ha encontrado en Gibraltar un dibujo geométrico (aunque ninguna representación de animales o cosas) que indicaría que eran capaces de plasmar un pensamiento simbólico. Nuestra cercanía a esos otros humanos agranda el mayor misterio que les rodea: ¿por qué desaparecieron? Aunque la pregunta clave es aún más inquietante: ¿por qué ellos se fueron y nosotros seguimos aquí?
“Estas cuevas nos acercan al día a día de los neandertales. Por eso es tan emocionante”.
“Estas cuevas son muy generosas, nos acercan al día a día de los neandertales. La escena de los mejillones no puede ser más humana: dos personas junto al fuego, que comen y, a la vez, trabajan un poco. Por eso es tan emocionante”, señala Geraldine Finlayson, que, junto a su marido, Clive, director del Museo de Gibraltar, lleva 27 años dirigiendo la excavación de aquellas grutas con un equipo internacional en el que también trabajan un gaditano y un neozelandés afincado en Liverpool. Clive es, además, autor de un excelente ensayo sobre la evolución humana, El sueño neandertal (Crítica). Batidas ahora por el mar, en la vertiente oriental del Peñón, hace miles de años esas cuevas se encontraban a unos cuatro kilómetros tierra adentro, con un paisaje similar al de la actual Doñana y un excepcional clima cálido en Europa cuando el resto del continente vivía periodos glaciales.
Declaradas en 2016 Patrimonio de la Humanidad de la Unesco por su extraordinario valor arqueológico, en Vanguard y Gorham han aparecido todo tipo de restos relacionados con los neandertales, aunque solo un indicio humano: un diente de leche de un ejemplar de cuatro o cinco años de hace unos 50.000 años encontrado a principios de julio. Dado que la presencia de los neandertales allí se prolongó durante 100.000 años, es tal vez el mejor lugar del mundo para tratar de comprender la vida material y simbólica de esta especie. De hecho, las cuevas han recibido el apodo de neandertalandia.
El nombre de neandertales viene del valle de Neander, en Alemania, donde se descubrieron algunos de los primeros restos. Se trata de una especie humana que vivió en Europa, desde el extremo sur del Mediterráneo hasta Siberia, y en algunas zonas de Oriente Próximo. Aunque muchos datos siguen discutiéndose y, como ocurre siempre con el estudio de la prehistoria, nuevos descubrimientos pueden cambiar el panorama, la mayoría de los científicos cree que evolucionaron desde una especie anterior de homínidos hace unos 250.000-300.000 años (algunos expertos hablan de 400.000). Su misteriosa desaparición, hace unos 40.000 años (el equipo de los Finlayson discrepa y cree que hubo neandertales en Gibraltar hasta hace 28.000), coincide con la llegada a Europa desde África de los sapiens, nuestra especie.
En cualquier caso, el consenso científico nos habla de una especie que habitó Europa durante un periodo larguísimo: unos 200.000 años como mínimo. Para hacernos una idea de esta dimensión, baste recordar que nuestra civilización, que arranca con la agricultura, solo tiene 10.000 años; Altamira se pintó hace unos 15.000 y la pirámide de Keops se construyó hace 4.500. Los neandertales lograron sobrevivir todo ese tiempo adaptados a unas condiciones climáticas variables y en ocasiones tremendamente frías (inviernos como los siberianos en todo el continente), pero se desvanecieron en un espacio de tiempo relativamente breve.
Los neandertales se medicaban con corteza de álamo, fuente natural de ácido salicílico.
“En la extinción de las especies nunca hay una sola causa, aunque casi siempre existe una por encima: la degradación del medio”, explica Antonio Rosas, director del Grupo de Paleoantropología del Museo Nacional de Ciencias Naturales, uno de los máximos expertos españoles en esta especie y autor del libro de divulgación Los neandertales (Catarata). “En el caso de los neandertales se trata de un fenómeno multifactorial”, prosigue Rosas. “En un periodo especialmente frío, los bosques desaparecen, algo que ocurrió durante el último máximo glacial. Es muy posible que ese deterioro climático y ecológico influyese en la extinción. El número de efectivos era muy bajo y muy variable. Además, llegaron poblaciones nuevas, con una tecnología distinta y un aparato cultural muy potente”. Aquellas poblaciones somos nosotros, los sapiens. Los hombres modernos comenzaron a entrar en contacto con los neandertales hace unos 70.000 años en Oriente Próximo: los sapiens llegaban desde África y ellos desde Europa, en busca de tierras cálidas ante un periodo glacial especialmente intenso.
Desde el despacho del paleoantropólogo Rosas, junto a la Residencia de Estudiantes, se contempla una soberbia vista de Madrid, pero lo más interesante está dentro. En un armario refrigerado detrás de su mesa se guarda la mayor colección de restos óseos neandertales de la Península, pertenecientes a 13 individuos de la cueva de El Sidrón (Asturias). Después de más de una década excavando, y tras haber encontrado 2.100 restos humanos, el trabajo de laboratorio sigue dando frutos. Gracias a esos vestigios se confirmó que eran caníbales —por los cortes en los huesos—, pero también se descubrió hace unos meses, por el estudio del sarro dental, que se medicaban: un individuo con un doloroso absceso masticó corteza de álamo, una fuente natural de ácido salicílico, el ingrediente analgésico de la aspirina.
Un equipo del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig (Alemania), dirigido por el biólogo sueco Svante Pääbo, secuenció el genoma neandertal en 2010, lo que llevó a descubrir que pese a tratarse de dos especies diferentes, se produjeron hibridaciones entre neandertales y sapiens en Oriente Próximo hace 70.000 años. El resultado de esos encuentros sexuales es que los humanos no africanos tenemos entre un 2% y un 4% de genes neandertales que han contribuido, por ejemplo, a una mayor resistencia a ciertas enfermedades infecciosas.
La historia de los neandertales ha despertado un interés inagotable porque habla de un mundo en el que los sapiens no éramos los únicos humanos —hace 150.000 años coincidían cuatro especies: sapiens, neandertales, floresiensis y erectus—. Esos encuentros con otra humanidad, confirmados por la genética aunque casi nunca por la arqueología, han sido imaginados en las mejores novelas sobre la prehistoria: En busca del fuego, de J. H. Rosny, que Jean-Jacques Annaud llevó al cine; en la saga de El clan del oso cavernario, de Jean M. Auel, o la menos conocida Los herederos, del premio Nobel William Golding. En todos los casos, los neandertales salen perdiendo, retratados como seres menos inteligentes que los sapiens, que dominan una tecnología más sofisticada.
Golding, el autor de El señor de las moscas, incluso inventa un lenguaje menos evolucionado, sin pensamiento lógico. En el filme de Annaud, los neandertales solo emiten gruñidos y no dominan el fuego (apenas saben conservarlo, y no prenderlo). La arqueología ha desmentido esas teorías.
Clive Finlayson: “No me gusta hablar de último refugio, estuvieron siempre aquí”.
“Los neandertales nos fascinan porque nos recuerdan demasiado a nosotros”, explica el biólogo mallorquín Lluís Quintana-Murci, director de la Unidad de Genética Evolutiva Humana en el Instituto Pasteur de París. “Es una mezcla de miedo y curiosidad, de amor y odio, porque somos nosotros mismos, pero a la vez no”. “Nos apasionan porque en el árbol filogenético humano es la criatura más cercana a los hombres y, al mismo tiempo, es diferente. Es otra humanidad, como si encontrásemos extraterrestres inteligentes”, señala el paleoantropólogo francés Jean-Jacques Hublin, director del Departamento de Evolución Humana del Instituto Max Planck. Él dirige el equipo que ha realizado uno de los descubrimientos más extraordinarios de los últimos años, que ha desplazado el nacimiento de nuestra especie desde Etiopía hace 195.000 años hasta la cueva de Jebel Irhoud (Marruecos) hace 300.000. “Cuando hablamos de los neandertales, nos movemos entre dos caricaturas. Por un lado son presentados como hombres-mono muy primitivos, una especie de chimpancés escapados de un zoo. Pero también hay otra caricatura: decir que son como nosotros, que no hay diferencias”.
Las diferencias son, primero, anatómicas. Un neandertal en el metro dejaría alucinados a sus compañeros de vagón. Su frente prominente, que dibuja una especie de visera sobre los ojos, o su ancha nariz no pasarían inadvertidas. Tampoco su estructura ósea, mucho más maciza que la nuestra, ni su corpulencia. Sin embargo, su cerebro era más grande que el de los humanos modernos. Dependían, como nosotros, de una cultura material para su supervivencia y tenían la misma mutación en el gen FoxP2, asociada en los humanos al habla. Eso significa que disponían de la capacidad anatómica y genética para el lenguaje, y los expertos creen muy difícil que se coordinasen para tantas actividades sociales sin algún tipo de comunicación.
Muchos de esos descubrimientos se han realizado en laboratorios, pero primero hay que encontrar los vestigios de su presencia. Y para ello existen pocos lugares tan importantes como las cuevas en las que vivieron los últimos neandertales. Acceder a Vanguard y Gorham requiere un permiso porque hay que cruzar una zona militar británica. Existe un cupo para visitas turísticas que gestiona el Museo de Gibraltar. Para llegar es necesario bajar (y lo peor, volver a subir) 344 escalones hasta la cueva. Cuando el mar está bravo, lo que ocurre a menudo, el acceso a Gorham es imposible. No así a Vanguard. “Los descubrimientos realizados han contribuido a cambiar la imagen de los neandertales. Lo que consideramos moderno ya aparece aquí”, explica Clive Finlayson.
Una excavación de este tipo se realiza con pinceles y con pequeñas paletas, manejados por un equipo multidisciplinar. Se avanza muy lentamente, en diferentes niveles, y luego en el laboratorio se trilla minuciosamente lo que se descubre: restos de carbón que indican hogueras, huesos de animales que pueden ayudar a la datación o a determinar el tipo de alimentación (comían de todo, focas monje, mariscos, delfines, atunes o cabras), polen y plantas que permiten recomponer el paisaje (es la especialidad de Geraldine Finlayson). Los coprolitos de hienas —las heces fosilizadas—, muy frecuentes, son también una mina de información. En las cuevas de Gibraltar solo faltan los huesos —menos el diente hallado en julio—. En otros yacimientos de la Península se han encontrado restos humanos: las colecciones más completas han aparecido en El Sidrón (Asturias) y en la sima de las Palomas (Murcia).
¿Cómo se sabe que se decoraban con plumas? Por las marcas de cortes que se han encontrado en huesos de pájaros, en partes donde no había nada comestible. De hecho, el equipo ha diseccionado buitres hallados muertos para comprobar si, al sacar las plumas con tejidos, los cortes eran iguales. Resulta increíble cómo, a través de los más pequeños indicios, se puede recomponer el puzle del pasado. Son necesarias muchas horas de laboratorio —el diente se encontró trillando la arena con una pinza — y análisis realizados por expertos en diferentes campos. “Estamos en un sitio donde la arena lo tapa todo muy rápido y guarda el pasado casi como en una fotografía”, explica el arqueólogo gaditano Francisco Giles Guzmán, del equipo del Museo de Gibraltar. Los restos líticos, piedras talladas y utilizadas como instrumentos, se encuentran por todas partes, a veces sin excavar.
“Es una zona en la que siempre hubo un clima benigno. Ni en los peores momentos de frío llegó la fauna de la era glacial que se encuentra muy cerca, por ejemplo en Granada. Aquí no vagaron mamuts ni rinocerontes lanudos, ni renos”, asegura Clive Finlayson. “Por eso no me gusta hablar de último refugio: estuvieron siempre aquí, no se trata de poblaciones que se replegaron, sino que sobrevivieron ayudadas por el clima”. La mayoría de los expertos cree que se trata de los últimos neandertales —también hay restos tardíos en Croacia—, pero polemizan sobre las dataciones, difíciles de calcular con el procedimiento del carbono 14. Lo que sí está claro es que la especie fue avanzando hacia el sur, hacia la península Ibérica, conforme las poblaciones se hacían más pequeñas e iban desapareciendo de otros lugares. La ubicación de esas dos cuevas plantea otra incógnita: ¿por qué no cruzaron el Estrecho? Se han descubierto asentamientos humanos al otro lado, en la costa de Marruecos pero no se han encontrado hasta ahora restos de neandertales en África.
“Nos hemos creído durante una gran parte de la historia que los ‘sapiens’ somos superiores”.
El retrato que se extrae de esas últimas poblaciones de neandertales es el de una sociedad compleja. Pero, al igual que no pasaron a la costa africana mientras que los sapiens atravesaron 100 kilómetros de mar abierto para alcanzar Australia, nunca superaron ciertas límitaciones tecnológicas. Los neandertales cazaban con lanzas de contacto, escondiéndose, no habían inventado el arco o las lanzas que se arrojaban desde la distancia. Tenían pensamiento simbólico y se decoraban el cuerpo, pero no produjeron el arte figurativo característico de los sapiens. Al igual que nosotros, dominaban el fuego, procesaban los alimentos y, sobre todo, sobrevivieron en un ambiente inimaginablemente hostil. Conocían a fondo el entorno en el que vivían, como demuestra su manejo de la corteza de álamo para el dolor o su consumo de criaturas marinas. ¿Es superior nuestra tecnología o solo diferente? La llegada de los humanos modernos a Australia y América coincidió con extinciones masivas de megafauna, lo que prueba que nuestros inventos plantean enormes problemas, como queda claro con lo que está ocurriendo en el planeta desde la revolución industrial.
“¿Qué es una especie humana?”, se pregunta Antonio Rosas. “Nos hemos creído durante mucho tiempo que los sapiens somos superiores. Durante gran parte de la historia, el concepto de humanidad no incluía a otras poblaciones, basta con ver lo que se decía y escribía en la época del colonialismo. Ellos habían desarrollado todos los atributos que consideramos humanos y, sin embargo, no son iguales a nosotros. Es una humanidad diferente, seguramente con una psicología distinta. La inteligencia es una potencialidad, una capacidad para aprender, que se manifiesta de diferentes maneras”. Clive Finlayson señala por su parte: “Las diferencias con nosotros son culturales y la cultura material no es un indicador de inteligencia. ¿Eran menos inteligentes que nosotros en el Renacimiento porque no tenían Internet? ¿Eran menos inteligentes mis abuelos porque no tenían aviones?”.
Su habilidad técnica, su capacidad para adaptarse a diferentes ambientes, su larguísima presencia en hábitats cambiantes hace todavía más profundo el misterio de su desaparición. Los estudios genéticos trazan un panorama con muy pocos individuos en un espacio muy grande. Una cifra aceptada es la de 30.000 neandertales en Europa (algunos expertos hablan de 100.000). Cuando una población así sufre una crisis, por motivos climáticos o porque disputan unos recursos escasos con otra especie cuya tecnología es más eficaz, su supervivencia se convierte en muy frágil. Tal vez, sencillamente, no superaron una de esas crisis y los grupos dispersos, sin contacto, se extinguieron poco a poco.
Sin embargo, resulta imposible esquivar un dato: ellos se van cuando llegamos nosotros. “Su desaparición está ligada a la llegada de los hombres modernos”, señala Jean-Jacques Hublin. “Fueron reemplazados y en parte absorbidos por los sapiens. El problema no es por qué desaparecieron los neandertales, sino por qué los hombres modernos conocieron esa expansión planetaria. Todas las formas humanas que se encontraron a su paso fueron extinguiéndose”.
El descubrimiento de varios cráneos de neandertal a mediados del siglo XIX se produjo más o menos cuando Darwin estaba a punto de publicar El origen de las especies. De hecho, el científico tuvo en sus manos un cráneo encontrado en Gibraltar en 1848. Esos restos probaban que habían existido otros humanos diferentes. Ahora las preguntas que nos plantean los neandertales son diferentes, pero igualmente significativas. ¿Por qué desaparece una especie? ¿Qué nos convierte en humanos? ¿La tecnología nos hace superiores? Y, en tiempos de cambio climático, resulta especialmente importante preguntarse hasta qué punto es posible sobrevivir a una transformación drástica en el medio ambiente. Aquellos otros humanos cambiaron una vez nuestra forma de ver el mundo y está ocurriendo de nuevo. El lugar donde sobrevivieron los últimos neandertales es ahora una cata en el suelo húmedo de la cueva de Gorham, donde un grupo internacional de arqueólogos excava pacientemente, mientras otros científicos escrutan restos milimétricos en un laboratorio. Tratan de entender quiénes fueron esos otros humanos y, por lo tanto, quiénes somos nosotros.
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