_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Niños listos y adultos pueriles

Javier Marías

CUANDO EL AÑO pasado se estrenó con nulo éxito una nueva versión de Ben-Hur, me prometí no ver ni un solo plano ni un tráiler, no me fuera a contaminar la clásica de William Wyler de 1959, con Charlton Heston de protagonista y Stephen Boyd interpretando a su amado enemigo Messala. Esta versión era ya un remake de la de Fred Niblo de 1925, pero en fin, la que ha quedado para varias generaciones —y lo prueba que se exhiba en las televisiones sin cesar— es la de Wyler y Heston, que además fue premiada con el récord de Óscars hasta la fecha. Pero qué quieren, una noche ofrecían la de 2016 en el cada vez más defectuoso e idiotizado Movistar +, así que no la vi, pero la tuve puesta mientras leía prensa y contestaba correspondencia. De tarde en tarde levantaba la vista, y baste con decir que a Messala lo encarnaba una especie de Enrique Iglesias en garrulo, y a Ben-Hur un buen actor de la familia Huston, pero tan mal dirigido que parecía no haber salido todavía de su papel en la serie Boardwalk Empire, en el que llevaba media máscara reproduciendo su rostro, destrozado en la Primera Guerra Mundial; es decir, estaba forzado a la inexpresividad.

Sí, alzaba los ojos y nada me invitaba a mantenerlos en la pantalla más de dos minutos seguidos. Hasta llegar a la conclusión. La carrera de cuadrigas —exagerada, empeorada e inverosímil— y lo que sucede después. Habrá quien me acuse de destripar las películas, pero también hay gente que ignora que Romeo y Julieta, Macbeth, Hamlet, Don Quijote y Madame Bovary mueren al final, y no por eso dejamos de hablar de esos desenlaces. Como la mayoría recordará, en la clásica el cruel Messala acaba la carrera muy maltrecho por culpa de sus felonías. Han de cortarle las piernas para que sobreviva. Él exige que esperen, para que su rival amado no lo vea demediado cuando se presente a saborear su triunfo. Llegan a cruzarse unas frases acerbas y Messala expira amargado. Pues bien, mi sorpresa fue mayúscula al descubrir que en la nueva —dirigida por un individuo de nombre irreproducible, parece uzbeko o kazajo— esas palabras no son acerbas, sino que Messala, ya con una pierna amputada, se incorpora y los dos se abrazan mientras se sueltan cursilerías como “Perdóname todo lo que te he hecho, hermano Ben-Hur” y “No, eres tú el que debe perdonarme, Messala querido”. Y no sólo eso, sino que como colofón se los ve cabalgando felices como en sus años mozos, cuando eran uña y carne. Es de suponer que Messala con una pierna ortopédica como la del atleta Pistorius, que dejó de correr cuando le metió a su novia cuatro tiros. Pero esa es otra historia.

Los niños no son idiotas (a diferencia de demasiados padres), y en seguida saben distinguir los miedos, los peligros y las asechanzas ficticias de las reales.

No he leído la novela (1880) del Coronel Lew Wallace de la que procede Ben-Hur. Quién sabe si ahí el protagonista y Messala se “ajuntan” de nuevo tras haberse destrozado. Da lo mismo. Como la de Lo que el viento se llevó, son novelas eclipsadas por sus mucho más célebres versiones cinematográficas. La historia es la que éstas han contado. Así que sólo me explico el brutal cambio final a la luz de la misma sobreprotección que se puso ya en marcha hace décadas para los niños. Si usted busca hoy un cuento infantil como Caperucita Roja, los Tres Cerditos, Hansel y Gretel o Blancanieves, le será muy difícil encontrarlos sin adulterar y sin censurar. El Lobo Feroz no se come a nadie, sino que es amigo de los caminantes y les regala pasteles; a los Cerditos los quiere para jugar; a Hansel y Gretel nadie los enjaula ni ceba; y la manzana de la madrastra es una manzana caramelizada, para que Blancanieves engorde y no sea tan guapa, cómo vamos a decirles a los críos que la quiere envenenar. He hablado de ello otras veces: los niños no son idiotas (a diferencia de demasiados padres), y en seguida saben distinguir los miedos, los peligros y las asechanzas ficticias de las reales. Sabiéndose seguros, en esas ficciones aprenden de la existencia de los enemigos y del mal, algo con lo que inevitablemente se van a encontrar cuando crezcan, si no antes, pobrecillos. Los ayudan a ser precavidos y a protegerse, sin correr verdadero riesgo. Conciben el peligro sin padecerlo, se fortalecen, se emocionan, vibran y se ponen en guardia sin exponerse. Con tanta memez y tanto engaño (se les presenta como idílico un mundo que nunca lo es), en realidad se los debilita, se los convierte en pusilánimes y se los deja indefensos. Y como la infancia hoy se prolonga indefinidamente, alumbramos universitarios que exigen “espacios seguros” en los que nadie emita una opinión que los “perturbe” y les pinche la burbuja o cuento de hadas en que se los ha criado. A raíz de esta nueva y empalagosa versión de Ben-Hur, infiero que tampoco los pueriles adultos soportan ya la falta de reconciliación, el afán de venganza, la enemistad hasta la muerte, la muerte misma. No, ahora Ben-Hur y Messala se abrazan lloriqueando y se piden mil perdones por las tropelías. El subtítulo de la novela es A Tale of the Christ. Así que: Cristo bendito, nunca mejor dicho.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_