La Rambla
Era el rincón que empezó a mostrar pieles de color, augurio de mestizaje. Ahí corríamos delante de los grises en la dictadura y comprábamos flores para nuestros amores
La Rambla de Barcelona, como toda rambla mediterránea, es de aluvión. Una singular encrucijada de ocio y negocio.
Es la simbiosis de alta cultura (el Liceu que compitió, wagneriano, con el Principal, verdista; el cercano Macba de plástica contemporánea, la cerámica de Joan Miró), la experimentación discreta (Santa Mónica) y el arte callejero (dibujantes, caricaturistas).
De estilos arquitectónicos insólitos en la ciudad (los escasos ejemplos de palacetes tardorrenacentistas, Moja, la Virreina, March, el del Banc de Barcelona; la única iglesia barroca, la jesuítica de Betlem) y de mercadeo popular (la Boquería, un templo para los sentidos, y los efímeros mercadillos artesanos).
Es la conexión entre el frente marítimo —las atarazanas medievales, la estación de ferries, las barcazas golondrinas portuarias donde pasearon algunas víctimas, antes del desastre—, allá donde a Colón se le agarrotó el índice, y el inicio del núcleo central urbano contemporáneo, en la plaza de Cataluña donde se abre la cuadrícula del Eixample.
La Rambla, ahí donde muchos aprendimos el abecedario de la vida, entre exultante y canalla, entre la áspera cazalla al aire libre del Arc del Teatre, el íntimo Pastís con las canciones de Édith Piaf, los bailables del jazz Colón y los Enfants Terribles, que limitaba en la madrugada con aquel horno de sabrosas ensaimadas.
Ahí era el trago en el London, el café del Café de la Ópera, el impecable dry del Boadas, agitado por la Dolors, que ya no está.
Ahí afloraban los matices de una misma condición humana: era el rincón que empezó a mostrar pieles de color, augurio de mestizaje. Ahí corríamos delante de los grises en la dictadura y comprábamos flores para nuestros amores juveniles.
Nadie la retrató mejor que el poeta andaluz universal: “La calle más alegre del mundo, la calle donde viven juntas a la vez las cuatro estaciones del año, la única calle de la tierra que yo desearía que no acabase nunca, rica en sonidos, abundante en brisas, hermosa de encuentros, antigua de sangre, es la Rambla de Barcelona”, cantó Federico García Lorca.
En honor de los que ahí exhalaron su última sonrisa, designemos a la Rambla Patrimonio de la Humanidad.
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