Charles Spence, el investigador del buen comer
EN LA BOCA muy pocas cosas son lo que parecen. Comemos con los ojos, los oídos, la nariz, con la memoria o la imaginación porque el gusto es una de las experiencias más multisensoriales: entran en juego un sinfín de elementos más allá del plato. El color rojo ahuyenta el apetito, pero la música relajada lo estimula, al igual que compartir la mesa con otros comensales, y estaremos dispuestos a pagar más si la presentación es atractiva y la cubertería pesada. Ese “todo lo demás” es el objeto de las investigaciones del profesor Charles Spence (Leeds, Reino Unido, 1969), artífice de la popularización del término gastrofísica, como ha bautizado lo que él define como “la nueva ciencia de la comida”.
Fusión de gastronomía y psicofísica —el estudio científico de la percepción—, la gastrofísica se basa en diversas disciplinas, como refleja el equipo que Spence dirige en el laboratorio Crossmodal Research de la Universidad de Oxford, integrado por psicólogos, neurocientíficos, especialistas en marketing y diseño culinario e incluso un chef residente. “Partimos de la conciencia de que el gusto es una actividad esencialmente cerebral”, escribe este psicólogo experimental en su libro Gastrofísica. La nueva ciencia de la comida (Paidós), recién publicado en España. Lo que comporta ese vocablo “es un enfoque científico de la psicología del comer, desplazando el foco desde la elaboración de los alimentos hacia el modo en que son percibidos por la persona que los degusta”, resume durante la cita en la terraza de un restaurante del este de Londres.
“Nunca te tomas solamente un café”, sentencia sobre el macchiato que le acaban de servir. “Factores como la taza pequeña y blanca, la cuchara en el lado adecuado o el corazón que dibuja la espuma de la leche cambian fundamentalmente la experiencia. ¿Sabrá diferente si lo tomo dentro del local o aquí afuera en este día soleado? Los estudios confirman que, a mejor tiempo, más alta es la puntuación que concede el cliente…”. La disertación del profesor sobre el “todo lo demás” se extiende a la ubicación del establecimiento en el moderno barrio de Shoreditch o los cestos con pan y frutas colocados en el exterior “que proyectan una atmósfera orgánica y fresca para apuntalar las expectativas y cobrar más”.
“Si a los niños enfermos en el hospital les servimos las hamburguesas en una caja como las de McDonald’s, les sabe mejor”.
¿No sería ese el diagnóstico de un experto en marketing?, se preguntan quienes cuestionan el carácter científico de la gastrofísica. “Es una ciencia porque estudia la percepción humana de forma sistemática y paramétrica, apoyándose en las pruebas y la observación”, rebate Spence sobre los prejuicios de algunos colegas académicos. El ámbito de la psicofísica, se lamenta, “está consagrado al oído y la visión, mientras que los sentidos inferiores del olor y el sabor ni siquiera puedes estudiarlos en Oxford. Para ellos la gastrofísica es cocina, es negocio y no es científico”.
Es cierto que Spence puso su laboratorio de Oxford en pie gracias a la financiación de la industria alimentaria, a la que asesora en el diseño multisensorial que, además de animar las ventas, permite reducir el uso excesivo de ingredientes como, por ejemplo, la sal y el azúcar. Una bebida teñida de rosa nos parece más dulce y el simple cambio en el formato de una chocolatina altera la percepción de su gusto. El profesor contrapone “la lentitud” del sector en incorporar innovaciones a la colaboración fluida que mantiene con cocineros vanguardistas como el británico Heston Blumenthal o los españoles Ferran Adrià y Andoni Luis Aduriz, a quienes cita por su nombre de pila. El intercambio no reside tanto en compartir los trucos manidos del negocio culinario, sino en potenciar cuestiones como el uso de mesas circulares, que evocan mayor sensación de placer, o el poder de la música ambiente — Nina Simone invita a degustar; Justin Bieber, todo lo contrario—, entre otros. “Esos chefs son pioneros porque atienden a la ciencia”, describe sobre el traslado de sus experimentos de laboratorio a la cocina. “Pero son solo el punto de partida para demostrar que la gastrofísica tendrá un papel predominante en el futuro”.
Cambios sencillos en el diseño de la comida pueden tener un gran impacto. “Si en el hospital de Sant Joan de Déu de Barcelona (que trata el cáncer infantil) servimos las hamburguesas en una caja de cartón como las de McDonald’s, a los niños les sabrá mejor”, relata sobre un proyecto de cooperación con la Fundación Alicia. “Pero necesitamos pruebas para convencer a esos centros, a los comedores escolares o a las residencias de jubilados de que vale la pena. Y es el análisis de big data el que nos permite localizar patrones repetitivos, extraer significado del mundo que nos rodea y mejorar lo que realmente importa”.
Spence achaca a la experiencia de sus padres su empeño por aplicar el resultado de sus investigaciones “al mundo real”. “Eran feriantes con una vida nómada, nunca fueron a la escuela y por eso no les impresionaban los títulos académicos”. Él cursó la carrera en Oxford y puso en práctica sus estudios sobre la percepción en ámbitos tan diversos como la Agencia Espacial Europea (ESA) o las señalizaciones de tráfico. Acabó en el universo del gusto “por casualidad”, a raíz de un contrato con una multinacional. Ese ha sido el epicentro de su trabajo en los últimos tres lustros, trufados con varios premios. A él le gusta destacar el Ig Nobel —una parodia del prestigioso galardón— que le concedió la Universidad de Harvard en 2008 por haber modificado electrónicamente el ruido de la patata frita para convencer al consumidor de que era más crujiente. Parecía ridículo, pero la enorme publicidad contribuyó a situar la gastrofísica en el mapa y a subrayar que “la ciencia no tiene por qué ser seria y aburrida, puede ser divertida y disfrutarse”.
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