Ganar a la muerte escondiéndola
El intervencionismo moral de la clase política trata de conciliar en Baleares conceptos antitéticos: corrida e incruenta.
Es de suponer que el dogmatismo de las sociedades asépticas va a terminar neutralizando el rito eucarístico de la misa. Llegará el momento en que el sacerdote eludirá el trance de la muerte, la sangre y la transubstanciación, porque no es cuestión de recordar a los feligreses el incordio de nuestra inevitable finitud.
Es la razón por la que los tanatorios se han convertido en locales de entretenimiento social —fuentes, música new age, camareros— y el motivo por el que renegamos de cualquier recordatorio de la mortalidad. Escondemos a los ancianos, por ejemplo. O los ancianos adoptan una impostura juvenil para hacerse tolerar.
Se trata de ocultarnos a nosotros mismos el trance de la muerte. Existir, existe, pero nos consuela la idea de la eternidad y el autoengaño de la permanente adolescencia. Enhorabuena. Escondiendo la muerte, pensamos haberla vencido.
Es cuanto ha sucedido en las islas Baleares con la decisión de perpetrar la corrida incruenta. Corrida e incruenta son conceptos antitéticos, pero el estado confusional de la sociedad contemporánea y el intervencionismo moral de la clase política han conseguido conciliarlos en una grotesca fórmula pedagógica e hipócrita.
Pedagógica porque la Administración balear convierte al ciudadano en un niño, restringiéndole desde una hegemonía ética aquello que puede ver o no debe ver. E hipócrita porque los toros que se lidian en semejante simulacro acaban en el matadero, despojados de su rango totémico, de su honor y de su valor eucarístico.
Ni siquiera es original la iniciativa. Se le ocurrió en Las Vegas a un personaje llamado Don Bull. Y participaron de la aberración algunos toreros españoles. Accedieron a torear sin que los espectadores tuvieran noción alguna de la sangre ni de la muerte. Qué mejor lugar que Las Vegas para organizar una corrida de toros impostada. Porque es la capital mundial de la impostura. Y porque la idiosincrasia de la “ciudad libertina” requiere un amontonamiento de simulaciones en la suspensión de la realidad misma. La ambición de la ciudad libertina también es mentira —la ley se aplica con mayor escrúpulo que en ningún sitio—, pero redondea el placebo de la desinhibición en el mosaico ilusorio de las demás falsedades. El neón sustituye al sol. El aire acondicionado remplaza el oxígeno. Y la corrida incruenta de Don Bull es tan mendaz como el Canal de Venecia, la Torre Eiffel o las pirámides egipcias, pero garantizaba al espectador, como en las islas Baleares, una experiencia que iba a preservarle de cualquier exposición a la muerte y los ritos que los humanos hemos creado para sublimarla, revestirla de liturgia, desafiarla desde la creatividad.
Es la danza de Eros y Tanatos. Suprimir del escenario al segundo actor implica dejar al hombre sin el centro de gravedad.
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