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El día que vuelva a casa en vez de jamón del bueno tendré la maleta llena de estas historias
Un amigo venezolano me dijo una vez que no me empeñara en tener mi vida de Madrid en Bogotá. Porque no son sus calles ni sus bares ni la esquina de aquella noche. Tampoco están los amigos de siempre. Ni tu familia. Todo eso está a miles de kilómetros. A siete horas de diferencia en el reloj. Y el dicho ese de que uno es de donde pace a mí se me antoja demasiado lejano cuando pienso en la ciudad de los Andes.
Entonces... si Bogotá nunca va a ser ese Madrid, ¿por qué me fui? ¿Por qué regreso otra vez? El trabajo parece la mejor justificación. Todos tenemos que pagar facturas. Yo me fui porque, además de llegar a fin de mes, puedo contar la historia de un país que está aprendiendo a perdonar.
Una joven guerrillera me dijo una vez que si tuviera delante a los padres de uno de los soldados que había matado durante sus 10 años en el combate les diría que uno de sus deseos es que su hijo estuviera vivo para compartir la paz de Colombia. Pero era la vida de ese chico o la suya. Era la guerra.
La madre de un chaval asesinado en Bogotá me explicó que su duelo terminará cuando se siente con el comandante que ordenó el atentado y le explique por qué su hijo tuvo que morir. Quiere la verdad.
El día que vuelva a casa en vez de jamón del bueno tendré la maleta llena de estas historias y alguna certeza de por qué irse merece la pena.
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