Jo, mamá, nunca juegas conmigo
La petición de jugar suele provocar un momento de pánico interior, mientras el adulto repasa mentalmente la lista de tareas pendientes que iba a hacer justo en ese momento
— Mamá, juega conmigo.
— Ahora no puedo, tengo que arreglar el condensador de fluzo.
— Jooooo, mamá, nunca juegas conmigo.
— Yaaaa, es que estoy muy liada.
Esta conversación es un clásico en cualquier casa con niños. La petición de jugar suele provocar un momento de pánico interior, mientras el adulto repasa mentalmente la lista de tareas pendientes que iba a hacer justo en ese momento, entre las que se incluyen ir al baño a solas —parece una obviedad, pero no, no es tan fácil— y sentarse un momento para descansar como colofón. Y el reproche infantil desata el inevitable sentimiento de culpa. "No le estoy dedicando tiempo de calidad". El timo que nos han vendido y con el que tenemos que acabar.
Vamos a hablar claro. Muchas veces, no nos apetece jugar con los niños. Por supuesto que hay padres y padres, los hay más jugones, y los hay que directamente utilizan al niño como excusa para poder montar la Estrella de la Muerte de Lego o saltar a bomba a la piscina sin que le miren raro. Pero a muchos, jugar con los niños nos da cierta pereza, incluso aburrimiento.
Y también hay juegos y juegos. Aunque me cueste meterme en el agua, una vez dentro, me encanta perseguir y hacer aguadillas o tirar por los aires a mis niños. También me gustan las cartas, y los juegos en los que niños y adultos estamos al mismo nivel como, el Dobble, el Jungle Speed o el Uno. Sin embargo, me pongo a temblar cada vez que la de seis años me pide jugar al cole de los zomlings: consiste en poner a unos 60 muñequitos en fila, para que vayan pasando uno a uno a la mesa del profesor, respondan a una pregunta y vuelven a la fila. No sería tan malo si mi tarea no fuera hacer avanzar a cada muñequito, manualmente, una posición cada vez. Que son 60...
Y también hay momentos y momentos. Muchas veces no conseguimos quitarnos el chip de la productividad, y nos sentimos en la obligación de hacer cosas que, aunque no nos apetezcan ni pizca, nos parecen más importantes para la supervivencia familiar, como poner lavadoras o hacer la lista de la compra. O puede que después de un día o una semana de trabajo, simplemente nos queramos sentar tranquilamente a leer un libro, a charlar o a mirar una y otra vez el móvil. Alguna vez he accedido a jugar a algo tranquilo estando agotada, con el resultado de dar cabezadas durante una partida de ajedrez o mientras esperaba instrucciones de mi hija para hacer avanzar a los 60 zomlings.
Sea por lo que sea, ellos notan la desgana, las excusas o directamente la ausencia. "Mira, mamá, Fulanito tiene mi edad y su padre está jugando con él al fútbol. Tú ya no quieres jugar conmigo nunca", es una conversación real a la que asistí hace poco en el patio. Los niños en cuestión tienen 10 años. Otros se apañan desde los cinco años con otros críos desmadrados/despadrados, sin que jamás haya visto a sus padres jugar con ellos.
Entre mis pocos recuerdos de pequeña, guardo con especial cariño el de mi padre haciéndome el avión y levantándome con sus piernas y el de algunos baños que compartimos en la piscina. Y luego, de repente, ya no tienes el más mínimo interés en jugar con tus padres, y mucho menos en público. Mi hijo mayor tiene casi 10. Como mucho, me quedarán cuatro años antes de que cualquier otra cosa sea más divertida para él que jugar conmigo. Así que haré el esfuerzo y seguiré jugando. Aunque tenga que reparar el condensador de fluzo.
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