Pobre de mí
Este país es el mismo y es otro, y en esto sí que no hay retorno
Igual que el fútbol se la traía al pairo, a mi padre le privaban los toros. Los toros en la tele, exactamente, porque a la plaza solo se permitía ir de lustro en lustro, al considerar que semejante dispendio en su persona podría restarle el pan y los libros a sus hijos. Así, de Fallas al Pilar, no había corrida que mi padre no viera en casa salvo duelo, boda, comunión o bautizo. Qué morriña, aún lo estoy viendo. Despatarrado en su orejero de patriarca ibérico, cualquiera le quitaba el sitio, dándole cuartelillo a un cubata de Larios y a medio kilo de pipas al tiempo que les cantaba instrucciones precisas a diestros, cuadrillas y monosabios. A mí nunca me gustó lo que veía, pero me lucía tanto verle contento que, cuando se jubiló de acarrear guiris del avión al aeropuerto y viceversa, la que suscribe, a la vez que una matrícula en una universidad de mayores para que pudiera aprender lo que le robó la posguerra, le regaló una suscripción a Canal Plus para que pudiera ver todos los festejos del calendario. No le dio tiempo. Una fibrosis asesina le fue secando los alveolos hasta convertirlos en estropajos de aluminio y le dejó amarradito a una bomba de oxígeno hasta que un día, demasiado pronto, se acabó lo que se daba.
A mí, ya digo, nunca me gustó lo que veía, pero me arrebató lo que escuchaba. Ese entrar al trapo, ese crecerse en el castigo, ese salir a hombros, ese estar para las mulillas. Ese léxico, esa liturgia, ese nombre exacto y bellísimo para cada asunto. Todo eso hasta que le vi los cuernos al toro. Y olí su sangre y sus heces y oí su aliento de bestia y sus estertores de muerte y se me revolvió el estómago para siempre. Hoy, en casa, nadie ve corridas y a mis hijas los toros les horrorizan sin pretexto. En esto, como en tantas cosas, el cambio se ha producido intramuros. Mañana es el Pobre de mí. Pues eso, pobre de mí de querer sentar cátedra. Pero me temo que este país es el mismo y es otro y en esto sí que no hay retorno.
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