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Columna
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Últimas noticias del fin del mundo

Rosa Montero

SE DIRÍA QUE nos estamos acostumbrando a vivir en la antesala del fin del mundo. Después de un par de siglos de progresiva omnipotencia, de desarrollos científicos que nos infundieron la ilusión de que podíamos controlarlo todo y hacer de la existencia un lugar seguro, ahora resulta que esa misma tecnología parece haberse vuelto en nuestra contra. ¿Que el loco norcoreano y el no menos loco Trump se lían a bombazos nucleares y nos dejan el planeta para el arrastre? Podría ser. ¿Que, como vaticina Stephen Hawking, aparece en cualquier momento un virus resistente a los fármacos que diezma en un soplo letal a los humanos? No digo yo que no. ¿Que el calentamiento global, cada vez más acelerado y evidente, nos conduce a inundaciones, cataclismos climáticos, desplazamientos masivos, hambrunas y matanzas? Bueno, esto no sólo es posible sino probable, y además se diría que está sucediendo ya: expertos mundiales han señalado que la tragedia de Siria se ha visto fomentada por una inaudita sequía de siete años que hizo que centenares de miles de personas se desplazaran desde el campo hacia Damasco y Alepo, creando una situación de inestabilidad social que favoreció la radicalización y el estallido de la violencia. Por todos los santos, ¡si ni siquiera nos extrañaría mucho que un día, al salir de casa, se nos desplomaran encima de la cabeza los restos de un satélite artificial! En este mundo de postrimerías, del cielo ya no caen rayos, sino tuercas.

¿Sueno demagógica? Ojalá lo fuera, porque me temo que la realidad es aún más brutal.

Y ahora, horror, el fuego, que siempre ha sido un símbolo apocalíptico. En el lapso de tan sólo una semana ha habido dos incendios aterradores, dos tragedias imposibles que parecen sacadas de otra época: la carbonización de la torre Grenfell en Londres (79 muertos y decenas de heridos gravísimos) y el espantoso incendio rural en Pedrógão Grande, Portugal (64 cadáveres y 62 heridos por el momento). Los centenares de personas atrapadas en la torre aullaron durante horas, primero de terror y luego de sufrimiento al abrasarse: los vecinos los oyeron sin poder hacer nada (qué trauma insuperable). No sé si alguien pudo escuchar a las víctimas portuguesas, pero sin duda fue igual de dantesco: se calcinaron vivas.

Son dos dramas pavorosos, atroces, incomprensibles en el primer mundo, y se han dado a la vez. No sé bien cómo se ha llegado a esto en Portugal; mientras escribo el artículo, que tardará en publicarse, estamos aún en las primeras horas de la catástrofe y los heroicos bomberos siguen luchando; pero se trata, en cualquier caso, de una zona de modestas aldeas. De la torre Grenfell sabemos mucho más. Sabemos que sus inquilinos eran pobres en un barrio de ricos. Que sólo disponían de una salida y carecían de rociadores de agua. Que llevaban años denunciando la inseguridad del edificio pero nadie les hizo caso. Y que hace poco repintaron la torre para que no desmereciera en el entorno opulento y al parecer el contratista usó una pintura inflamable porque era dos euros por metro más barata. Supongo que, inconscientemente, todos pensaban que los vecinos de Grenfell ya tenían bastante suerte con vivir en ese barrio y que no debían ponerse tan pejigueras exigiendo mejoras. Quiero decir que es posible que los pobres se quemen más. ¿Sueno demagógica? Ojalá lo fuera, porque me temo que la realidad es aún más brutal. Los estudios muestran que, en una misma ciudad, los pobres están más enfermos y tienen menor esperanza de vida, y lo peor es que este dato ni nos sorprende ni nos escandaliza. Y en el libro Incógnito, del neurocientífico David Eagleman, leí algo alucinante: los investigadores han hallado varios genes que parecen predisponer a la esquizofrenia, pero ninguno influye tanto como el color del pasaporte. Y es que se ha demostrado que la tensión social de ser emigrante en un nuevo país es un factor fundamental para sufrir esta enfermedad: “Al parecer un repetido rechazo social perturba el funcionamiento normal de los sistemas de la dopamina”. La desigualdad y el maltrato social enloquecen, enferman y acaban quizá por abrasarte vivo. El verdadero apocalipsis que estamos viviendo es el de un sistema político anquilosado que necesita renovarse por completo. Tenemos que refundar la democracia.

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