Stephen Hawking y la advertencia de ‘Interstellar’
La invitación a abandonar la Tierra es un rasgo de pesismo antoprológico: somos una especie devastadora incapaz de responsabilizarnos de la naturaleza
Necesitamos salir de la Tierra”. El físico Stephen Hawking argumentó la urgencia apocalíptica durante la reunión de Starmus en Trondheim con hechos que todo el mundo comprende y denuncia, pero que nadie es capaz de resolver: hay una amenaza real para la vida procedente de la confluencia del cambio climático y la desaparición (más bien explotación devastadora) de los recursos naturales. La cadena causal de Hawking, tal como la expuso, no tiene refutación posible. Si vivimos en un planeta que ya no tiene recursos para alimentar a la humanidad (o no los tendrá dentro de poco) lo lógico es saltar a otro que sí los tenga. El problema que plantea Hawking con su incitación a la gran evasión planetaria es de naturaleza ética, dicho sea en lenguaje antiguo. ¿La especie humana esquilma un planeta, salta a otro y ya está? ¿Que hará en ese otro planeta, agotarlo a su vez y pasar al siguiente?
Interstellar, una película poco amplificada (por cierto, como la incitación de Hawking) de Christopher Nolan, exponía esta cuestión con singular crudeza. El profesor Brand (Michael Caine) sostiene fríamente que la raza humana es una especie depredadora. Consume los recursos que le rodean como parte de un impulso natural. El personaje de Brand dibuja un pesimismo (o naturalismo) antropológico ineluctable que covierte al hombre en el equivalente a una plaga de langosta, un virus o una neoplasia maligna. Su discurso excluye tajantemente que la especie tenga algún tipo de responsabilidad sobre el planeta, el entorno o el resto de las especies que viajan en la Nave Espacial Tierra (concepto por cortesía del economista británico Kenneth Boulding). Excluye cualquier hipótesis de un acuerdo radical, efectivo, aplicado de buena fe y con tenacidad para combatir el cambio climático. Si los Gobiernos contaminantes (China, EE UU, Rusia...) han sido incapaces de alumbrar e imponer un solo plan eficaz para atajar las amenazas sobre la supervivencia, por algo será.
La economía, esa ciencia lúgubre pero con armadura resplandeciente, ha racionalizado el instinto devastador y la irresponsabilidad ante la naturaleza. Al fin y al cabo, la lógica económica actúa como el superyo de los impulsos naturales al egoísmo primordial. El beneficio de mitigar el cambio climático y, por tanto, de minimizar la destrucción de recursos es principalmente global y a largo plazo; el beneficio de esquilmar hoy la naturaleza sin tasa ni medida es local y a corto plazo.
Vamos a suponer que Hawking y Brand estén en lo cierto. Las reglas de la ciencia lúgubre son implacables en muchos sentidos. El primero y decisivo es que los viajes espaciales que nos salvarán son imposibles hoy. Ni el PIB mundial ni la tecnología pueden hoy facilitarlos. Si como suponía Marx con agudeza la humanidad no se plantea problemas que no puede resolver, el dilema entre devastación y huida queda reducido a una carrera de orates. Si la humanidad consigue la tecnología suficiente para saltar a otro planeta esquilmable, bien; en caso contrario, las expectativas a largo plazo no están claras, pero oscilan entre la autodestrucción y la consunción.
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