Silencio, por favor
No sé cuándo fue que la comida se convirtió en una visita guiada o en una clase de antropología culinaria
Acabo de sentarme a la mesa cuando el camarero —garzón, mozo, mesero; Latinoamérica es un puzle lingüístico para el oficio— me trae la carta. Es más bien breve y se extiende en los enunciados, explicando con claridad el contenido de los platos, aunque contiene referencias de productos poco familiares. La miro, la repaso, decido lo que voy a pedir y espero a que vuelva. Debería ser un trámite rápido: dices los nombres de los platos en voz alta y el encargado los anota en su libreta. Nada del otro mundo, aunque no va a ser tan sencillo. Faltan dos trámites que empiezan a ser obligados hasta en las tabernas de barrio. Primero tiene que explicarme el concepto que anima la vida del restaurante y, con el armazón levantado, el alcance de la experiencia que estoy a punto de vivir. Pongo cara de escuchar mientras repaso la agenda de mañana y hago un amago de pedir en cuanto siento que se interrumpe para respirar, pero no hay manera. Toma resuello y se pone a desgranar, plato por plato, el contenido de la carta. Explica uno a uno los ingredientes empleados en cada preparación, las técnicas aplicadas y el tiempo durante el que fueron usadas, las referencias y las motivaciones del cocinero al afrontar la creación del plato y algunos detalles más que no llego a entender muy bien. El trámite se alarga por encima de lo razonable. Para cuando acaba, en vez de comer quiero echar la siesta.
No sé cuándo fue que la comida se convirtió en una visita guiada o en una clase de antropología culinaria. Cuesta creerlo, pero hubo un tiempo en el que cada plato tenía un nombre, y nada más. Pedías cazuela, llegaba el camarero a la mesa, dejaba el plato y lo más que decía era "su cazuela". La frase se alargaba en los comedores de postín con un "señor" final. Ningún tiempo pasado fue mejor, y menos en la cocina, pero este ha ido perdiendo piezas en alguna vuelta del camino.
A veces decido adelantarme, tomo la carta y pido antes de que el encargado tenga tiempo de abrir la boca y empuñar la libreta. No importa. El servicio de sala es hoy más irreductible que los galos de la aldea dibujada y escrita por Albert Uderzo y René Goscinny. Nada ni nadie los amilana; lo tienen que contar y lo van a contar. Me mira cono si estuviera dispuesto a perdonarme la vida, pero solo es un amago antes de volver con más fuerza: "Usted ha pedido...". ¿No querías explicación? Pues te he reservado dos tazas: ingredientes, técnicas, tiempos de cocción, orígenes y todo lo demás, recitado de carrerilla, sin respirar. Bajas la cabeza resignado, aceptas la derrota y asumes que esto no acaba aquí; la historia se repetirá con cada plato. La temperatura a la que se cocinó el lechón, la técnica que se aplicó, el tiempo que duró, el lugar de crianza del animal, la naturaleza de la gota de salsa que salpica el borde del plato y nunca comerás, el puré, las láminas crujientes, las dos salsas, la espuma, las flores y ese polvo de color verde que decora el rincón del plato que ha quedado libre... Si tuviste la ocurrencia de pedir un menú degustación, de esos que antes se llamaban largos y estrechos, y tenías algo importante que hablar, negociar o concretar con tu acompañante, date por jodido. Acabarás soñando con un camarero mudo.
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El menú degustación que ofrecía hace menos de dos años un restaurante limeño se alargaba durante casi cuatro horas. Con cada plato una lección y a mitad del menú, ¡sorpresa!, aparecía un carrito con un batán en el que un mozo preparaba una salsa, mientras contaba todo lo que siempre habías querido saber y nunca te atreviste a preguntar sobre ella. La operación se alargaba más de 10 minutos y convertía el almuerzo en un campo minado del que el comensal siempre salía mal parado. La cocina también es víctima de los complejos de quienes la practican. Al cocinero le preocupa tanto que el cliente no sea capaz de apreciar su trabajo que ha decidido obligarle a valorarlo o, en todo caso, rendirle por agotamiento.
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