Andrew Breitbart, el nombre de la posverdad
FUE, DIGAMOS, UN Moisés que tampoco entró en la Tierra Prometida, uno que guio al rebaño a través del desierto y se quedó a las puertas de esa felicidad que llaman el poder: ahora que su apellido se ha transformado en bandera triunfante, el pobre Andrew no está allí para gozarlo. Le habría encantado, pero no pudo ser.
Su vida no había empezado fácil: al mes de nacer, en febrero de 1969, su madre lo entregó a los Breitbart, una pareja rica, judía, republicana de Brentwood, Los Ángeles. Después creció mimado, estudió en americano y en hebreo, se buscó, no conseguía encontrarse: era otro muchacho perdido en alcohol y otras sustancias hasta que se topó con esos medios nuevos que intentaban inventar Internet —y, de paso, socavar el poder de la gran prensa. A sus veintipocos ya tenía las certezas políticas y las inquietudes técnicas que harían su fortuna: empezó en The Grudge Report, la web que lanzó el escándalo Lewinsky, y colaboró con Arianna Huffington en la creación de su Post. En 2007, a sus 28, lanzó su propio medio: primero se llamó Big Government y, tras un par de años, Breitbart News.
Era otro muchacho perdido en alcohol y otras sustancias hasta que se topó con esos medios nuevos que intentaban inventar Internet.
Breitbart fue un éxito. Lo ayudaron sus campañas contra el “establishment de Washington”, sus diatribas contra los inmigrantes, negros y musulmanes, su defensa de Israel. A veces mentía, a veces no —pero nunca dejaba de proclamar que la verdad era su faro. Lo hizo famoso su denuncia de un diputado demócrata, Anthony Weiner, acosando mujeres en las redes. Y lo hizo más el vídeo de una funcionaria negra contando cómo discriminaba blancos: Shirley Sherrod tuvo que renunciar antes de poder demostrar que el vídeo había sido falseado en la edición.
Andrew Breitbart era gracioso inteligente agudo despiadado y se volvió la figurita más buscada por esa derecha recalcitrante que se hacía llamar Tea Party —o, después, Alt-Right. Aparecía en mítines y televisiones; en una de ellas dijo, por ejemplo, que si los candidatos republicanos no mejoraban su manejo de los medios, alguna celebridad los iba a devorar —y citó a Donald Trump.
Era un éxito: ganaba mucho, influía a influyentes, concentraba poder. Sabía citar a Foucault y a Rand y a Sarah Palin, defender a los gais y a los hombres del rifle: se la pasaba bomba. Hasta que un día, hace justo cinco años, se murió muy raro: caminaba por una calle de Los Ángeles —ya es raro caminar por una calle de Los Ángeles— cuando se derrumbó, su corazón partido. Andrew Breitbart tenía 43 años, una esposa, cuatro hijos y una vida de brillos por delante; ahora, seguramente, sería uno de los mosqueteros más reputados de la Casa Blanca menos reputada. Su reemplazante al frente de su periódico, un exbanquero de Goldman Sachs que había hecho fortuna con el manejo de los dineros de la serie Seinfeld, fue Steve Bannon. Bajo su mando, Breitbart News contó que Barack Obama había nacido en Kenia y que Hillary Clinton y sus colaboradores manejaban desde una pizzería una red de prostitución infantil y tantas otras historias tan dudosas, destinadas a convencer a sus lectores de lo que ya están convencidos, a darles argumentos para el bar o las noches de insomnio.
Bannon dirigió la campaña de Trump; ahora es el “estratega jefe de la Casa Blanca”. Días después de asumir dijo que “los medios deberían estar avergonzados y humillados y callarse la boca y escuchar; los medios son el partido de la oposición al presidente Trump”. No todos; algunos siguen siendo su base principal. El chiquito adoptado de Los Ángeles se ha convertido en una marca de la época: algunos la llaman posverdad, otros la llaman Breitbart. Otros, mentira, como siempre.
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