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Columna
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Querido Miguelito el Pollero

Leonardo Padura

SABES POR QUÉ te escribo? Seguro que ni te lo imaginas, pues lo más probable es que ni te acuerdes de mí, aunque yo nunca me he olvidado de ti. ¿Hace cuántos años que no sé absolutamente nada de tu vida o quizás hasta de tu muerte? Pues yo diría que unos 55 años. Pero si por casualidad llegas a leer esta carta y si ocurriera que aún te acuerdas de mí (Nardito, el hijo de Nardo Padura, claro), de lo que sí estoy requeteconvencido es de que no sabrás por qué he decidido escribirte precisamente a ti entre todos los destinatarios posibles a quienes pensé dirigirles esta carta blanca. Voy: te escribo porque fuiste mi primer, y no sé por qué coño, más inolvidable enemigo. Mi enemigo íntimo y germinal.

Lo bueno de nuestra enemistad es que fue pura, total y, al final, irreversible. Creo que nos caímos a trompadas por primera vez cuando tendríamos unos cinco años y ya nos reuníamos en la esquina de la casa a jugar pelota con Miguel Ángel, Danilo el Gordo y el Conejo. Y cada vez que podíamos, repetíamos el espectáculo. Cualquier motivo era bueno para que nos fuéramos uno encima del otro y nos diéramos unos cuantos piñazos. Y como siempre andábamos en bronca, pues oficialmente estábamos peleados y no nos hablábamos. Nos odiábamos con ganas. Lo curioso es que mi padre y el tuyo, Miguel el Pollero, eran amigos de toda la vida, pero tú y yo, no sé por qué, siempre nos tuvimos roña.

Lo bueno de nuestra enemistad es que fue pura, total y, al final, irreversible. Creo que nos caímos a trompadas por primera vez cuando tendríamos unos cinco años.

Recuerdo con una nitidez de espanto —quizás porque eras mi enemigo más cercano— el día que supimos que ya no volverías a jugar con nosotros, ni asistirías más a la escuela (andábamos por el tercer grado) ni volveríamos a pelearnos. Ese día la maestra Olga nos dijo que no vendrías a clases porque la noche anterior te habías ido. Y todos entendimos. Irse era salir del país, por lo general hacia Estados Unidos, y en aquellos tiempos una acción tan irreversible como la muerte. Y desapareciste de mi vida.

¿Por qué siempre que pienso en la enemistad me viene tu recuerdo a la mente? ¿Porque fuiste mi primer y más fiel enemigo? ¿O porque en el fondo éramos dos niños que solo sabíamos expresar nuestra rivalidad pelotera con mentadas de madre y ráfagas de piñazos? ¿O tal vez porque cuando te esfumaste quedaste congelado en ese estado de enemistad eterna?

No sabes cómo me gustaría que leyeras esta carta. Pero quizás me gustaría más que la leyeran mis otros enemigos. Porque si nosotros nunca tuvimos una razón verdadera para odiarnos, a lo largo de estos años he ido ganando otros enemigos, menos directos y puros, unas gentes que emplean una parte de su vida en sentirse mis enemigos, solo porque no soy igual que ellos y no pienso como ellos piensan que debería pensar y también porque he logrado vivir sin dedicarme profesionalmente a odiar a nadie.

Será por eso que te he recordado durante tantos años. Tu pelo ensortijado, tu cara de toro encabronado cuando te cagabas en mi madre o yo en la tuya y nos enredábamos a piñazos y, cinco minutos después, tú ocupabas la tercera base y yo la primera del mismo equipo de pelota callejera y juntos teníamos que realizar los outs necesarios para ganar el juego… Coño, Miguelito, ¡tú no te imaginas lo bueno que fue tener un primer enemigo como tú!

Siempre desde Mantilla, a media cuadra de donde nos fajábamos, te manda un abrazo adondequiera que estés.

Leonardo Padura. Mejor dicho, Nardito.

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