Un abrazo antes de morir
TENEMOS MIEDO a la muerte. Unos desarrollan una hipocondría al más puro estilo Woody Allen, otros simplemente no piensan en ella y huyen de tanatorios, entierros y hospitales. También los hay valientes, claro, y es que evitar lo inevitable no hace sino agravar nuestro desasosiego. De hecho, en lugar de ser algo tenebroso, el memento mori podría ser utilizado como el impulso vital que nos anime a disfrutar al máximo del presente.
Es ya conocida la figura de la doula, una asistente de la matrona que proporciona apoyo emocional durante el embarazo, el parto y el posparto. Pero en Estados Unidos también existen las death doulas, profesionales que acompañan a otras personas en su muerte. Es una labor casi desconocida pero fundamental si tenemos en cuenta la gran cantidad de individuos que mueren solos o que fallecen rodeados de familiares sumamente afectados por la inminente pérdida y, por tanto, incapaces de brindarles consuelo.
En Estados Unidos también existen las ‘death doulas’, profesionales que acompañan a otras personas en su muerte.
Durante mi formación como death doula en el Visiting Nurse Service de Nueva York, lo más complejo fue comprender que no podía establecer vínculos afectivos con los pacientes, especialmente en ese extremo en el que uno ha de despedirse de una persona con normalidad sabiendo que quizá no la vuelva a ver. El propósito de la formación es comprender que todo es temporal. A través de esta difícil práctica del altruismo y de compartir momentos tan íntimos con desconocidos uno aprende a vivir.
La primera vez que vi a S., una pianista rusa de 82 años, se revolvía en su cama gritando “¡traedme mi piano!, ¡necesito mi piano!”. Cuando regresé a la semana siguiente, ya no podía hablar ni se movía, pero tenía los ojos abiertos, ya acuosos, clavados en el techo. Me senté a su lado y pasamos la tarde escuchando a Bach y Chopin. R., un chef de 55 años con cáncer de garganta, había llevado una vida de desenfreno muy ligada al alcohol y a las drogas. “¿Sabes lo peor? Que sé que si salgo de esta y me mandan a casa volveré a beber”, me contaba. La historia de M. me conmovió. Era una puertorriqueña sin hijos que vivía sola pero tenía una relación de 40 años con un norteamericano que había sido su jefe. Ella no hablaba bien inglés y su novio, de 90 años, no hablaba bien español; sin embargo, se entendían. El día que la conocí estaba de muy mal humor, hasta que él la llamó por teléfono. Se le iluminó la cara al escuchar su voz. Cuando la conversación terminó, M. volvió a su aletargamiento. Fue la primera y la última llamada. M. vivió dos semanas más y su pareja nunca fue a verla. Murió sola.
Al principio uno no se siente capaz de ayudar, se tacha de intruso, lo taladran los olores nauseabundos y, cuando asoma el miedo en los ojos del moribundo y ya no puede comunicarse de otro modo más que mirando, es difícil contener las lágrimas. Pero es un entrenamiento. Después de nueve meses acudiendo al hospital dos horas semanales, visitando a una media de cinco personas que iban a morir inminentemente, se logra normalizar el proceso de la muerte.
Ya no impresiona ver cómo los labios han desaparecido, cómo el rostro se asemeja cada vez más al de una calavera, ni genera ansiedad el sonido de la respiración que se obstruye. Terminada la formación, se es capaz de distinguir la belleza del esqueleto y de sonreír al entrar en una habitación. Solo ahora puedo serles útil. Puedes acercarte, cogerlos de la mano y acompañarlos con entereza, manteniendo la mente presente y centrada en ellos. Hay quien no quiere compañía y quien muere a mi lado. Algunos hablan. Cuentan sus vidas. Otros deliran. La mayoría dice que tiene fe. Hay quien nos pone a prueba: “¿Sabes que me estoy muriendo?”, preguntan. Hay quienes nos dan una lección sobre la piedad peligrosa de la que hablaba Stefan Zweig cuando, a punto de morir, se preocupan por ti y con tono maternal preguntan: “¿Qué haces aquí? ¿No tienes familia?”. Y en ese instante, hay una compasión mutua, nos volvemos una misma persona y todo tiene sentido.
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