El parteaguas
México se juega en las elecciones de junio mucho más que un cambio democrático en medio de una grave crisis
México ha jugado en los últimos 17 años a creer que la transición política comenzó el 2 de julio de 2000 y a que han sido muchos los logros, todos históricos, que trajo la victoria del panista Vicente Fox y el fin de 70 años de poder ininterrumpido del PRI. Entre esos triunfos, el más importante sería el éxito de una transición que, sin derramar una gota de sangre, desalojaba al partido que encarnaba la dictadura perfecta, no por el PRI per se, sino por el pueblo que lo votaba una y otra vez.
Sin embargo, ese bono democrático fue desperdiciado por los distintos Gobiernos y los partidos en los sexenios posteriores. Hoy, 17 años después, México no está mejor. Tiene más corrupción, más asesinatos y, desde la alternancia de gobierno, el Estado y las instituciones se han ido debilitando, sin crear los mecanismos alternativos necesarios para reforzar el sistema.
Como ocurre en muchas otras partes, lo que pase el próximo 4 de junio en el Estado de México, en Coahuila y en Nayarit no será más que otra expresión del rechazo y el hartazgo popular hacia las fuerzas políticas convencionales que han gobernado durante las últimas décadas. Pero no hay que llamarse a engaño porque el fenómeno de romper con el statu quo no ofrece por ahora mejores resultados —observemos Estados Unidos— que los que hubieran podido ofrecer los partidos que se pretenden abandonar, liquidar o, sencillamente, ignorar.
En el caso de México, la verdadera transición comenzará el 4 de junio por dos razones. Por un lado, la crisis de los partidos políticos tradicionales y, por otro, el hecho de que, gane quien gane, ya hay un gran perdedor de esas elecciones: el partido del Gobierno. Todas las encuestas indican que puede haber un cambio relevante. Aunque lo más sensato es considerar que sería negativo que el PRI perdiera el Estado de México. Y no sería malo por ellos, sino porque pondría a prueba la verdadera preparación de la formación que, al parecer, tiene más posibilidades de ganar: el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), de Andrés Manuel López Obrador. Esa estrecha franja de diferencia que separa hoy a ambos partidos, de uno o dos puntos, hace que el PRI aunque gane pierda y Morena aunque pierda gane.
Los priístas han gobernado el Edomex durante 87 años seguidos. El Estado, el más poblado del país, tiene unas singularidades administrativas que no se dan en ningún otro. Sin embargo, se decía que había una especie de maldición del resto de la República para que desde López Mateos no hubiese ningún presidente mexiquense hasta que llegó Peña Nieto.
Ahora, en estos idus de junio, México se juega mucho más que el cambio democrático y ordenado en el que un partido sale y otro entra, en medio de una grave crisis de confianza donde imperan la corrupción, la impunidad y la inseguridad.
En ningún lugar del mundo existen garantías de que lo que viene será mejor que lo que hubo. Pero sí existe la certeza de que los pueblos no pueden vivir sin esperanza y hay ocasiones en las que la contingencia medioambiental de la moralidad es superior a la calidad del aire que se respira.
Ocurra lo que ocurra, este inicio de la verdadera transición determinará cómo será la presidencia de México en 2018. No solo porque, si el PRI pierde la gobernatura del Edomex habrá perdido el último de los grandes reductos que le quedaban, sino porque en esa derrota iría implícito el hecho de haber perdido una manera de entender la política. Los nuevos tiempos en México ya han comenzado, ahora hay que ver qué dirección toman para que no terminen siendo una inundación incontrolable.
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