Polvo eres, en diamante te convertirás
EN MÉXICO, estos días, se lo tomaban como si fuera lo más normal del mundo. Mis amigos debatían acalorados los detalles –si la artista americana Jill Magid tenía derecho a hacerlo, si el gran arquitecto mexicano Luis Barragán lo merecía, si el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la Ciudad de México debía mostrarlo– pero ninguno parecía particularmente azorado porque el núcleo del asunto fuera la transmutación de los restos del señor Barragán en un diamante. Alquimistas de todos los pelajes habrían dado la vida por lograrlo; lo consiguió la técnica moderna.
Es una larga historia. Los hombres empezaron a ser hombres cuando decidieron hacer algo con los despojos de los suyos. Y muchas culturas se definieron por su forma de hacerlo: entierros, cremaciones, ingestas, embalsamamientos. Las formas siempre fueron diversas; nunca, hasta ahora, habían incluido la conversión del difunto en una joya. Quizá, cuando tengan que explicar la condición confusa de estos tiempos, historiadores del futuro argumenten que, por primera vez, una sociedad usó maneras tan variadas de procesar sus muertos. Y citarán esas piedras como ejemplo.
La idea de convertir cenizas en diamantes tiene más de medio siglo; la de hacerlo con cenizas de personas, pocos años.
La idea de convertir cenizas en diamantes tiene más de medio siglo; la de hacerlo con cenizas de personas, pocos años. Varios se la disputan; uno es Rinaldo Willy, el dueño de una empresa suiza que lo hace. Algordanza – “recuerdo”, en un dialecto helveta– fabrica unos 1.000 diamantes cada año y son cada vez más y casi un tercio viene de Japón, donde todos se creman, donde no hay tierra para muertos.
El proceso no es difícil: las cenizas del muertito se tratan con químicos para extraerles el carbón, que se calienta para transformarlo en grafito y ponerlo en una máquina que reproduce las condiciones del centro de la Tierra, donde crecen los diamantes verdaderos: 1.500 grados de temperatura y presiones enormes. La naturaleza puede tardar millones de años en producir uno; la máquina, unos meses.
Cuantos más, mayor crece la piedra. Pero sus calidades dependen del difunto: si usaba prótesis o dentaduras o ciertas medicinas el diamante será más turbio, menos claro. Aunque, decía Willy a un periodista, todavía no saben qué determina su tono, que va de cristalino a muy oscuro. Debe ser un momento extraño ese de descubrir de qué color era la abuela: azulina, rojiza, amarillenta.
El juego cuesta entre 5.000 y 20.000 euros, según el tamaño de la gema o, incluso, la cantidad – hay familias que se dividen al difunto, una piedrita cada uno. No es tan caro, si se considera que ya no habrá que pagar un alquiler, mantenimiento, flores. Y, sobre todo, es tan ecololó: respeto por la Tierra.
Malthus y otros catastrofistas insistieron mucho en que el planeta no sería capaz de contener a tantos seres: quizá tenían razón de una manera rara. Alcanza –parece que alcanza– para los vivos, pero no para los muertos. En estos tiempos atiborrados, cuatro metros de tierra son un lujo. De hecho, el modelo de cementerio ha pasado de la pradera plácida o grupo de casitas al edificio de pisos: cadáveres en propiedad horizontal, apilados unos sobre otros.
Los muertos-joya no ocupan lugar y, al mismo tiempo, no se desvanecen. Una cosa es dejar al abuelo en un hoyo –o un nicho o una urna– y regresar al bollo y olvidarlo, y otra muy otra llevarlo colgadito del cuello o en el anillo todo el tiempo. Hace años publiqué una novela –Los living– sobre la supuesta moda de embalsamar a tus difuntos y tenerlos sentados en el salón de casa. La opción real era más simple, más resistente, más portátil; su mayor problema, supongo, son los robos, una forma tan rara del secuestro.
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