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El tío Howard y el patrimonio de la basura

Los contenedores pueden ser fantásticos lugares para encontrar joyas. Sobre todo si hablamos de contracultura

Elsa Fernández-Santos
Howard Brookner y William Burroughs, el autor y el modelo. O mejor, el alumno y el patriarca del vicio embarcados en un viaje de cinco años a finales de los setenta.
Howard Brookner y William Burroughs, el autor y el modelo. O mejor, el alumno y el patriarca del vicio embarcados en un viaje de cinco años a finales de los setenta.

¿Quién recuerda las películas de Howard Brookner? Solo hizo tres: dos documentales, uno sobre la figura de William Burroughs y otro sobre una ópera de Robert Wilson; y la tercera, una ficción, Noches de Broadway, musical protagonizado por Madonna, Matt Dillon y Jennifer Grey que ni él mismo llegó a ver estrenar. Murió de sida en 1989 y su obra quedó enterrada en el limbo de las promesas incumplidas. Casi tres décadas después, su sobrino Aaron Brookner ha decidido rescatar el archivo perdido de su tío para armar la película Uncle Howard, toda una declaración de amor a una enigmática y atractiva figura perdida en las catacumbas del Manhattan de los ochenta.

En realidad, Aaron Brookner ha jugado con las cartas marcadas: sabía que había un tesoro escondido y fue a por él. El archivo de la primera película de Howard Brookner, Burroughs (1983), encierra toda la épica de la contracultura. Frente a la cámara, el eterno patriarca; detrás, dos aguerridos aprendices: unos imberbes Jim Jarmusch y Tom DiCillo fueron, respectivamente, el sonidista y el director de fotografía de la película. Entre los dos, el pícaro Howard, guapo, sonriente y reservado.

Rebuscamos entre viejas y oxidadas latas los vestigios de vidas que admiramos. Y a veces hay respuestas

“Era inescrutable y complejo”, dice de él Jarmusch. “Todavía le echo de menos”. El material permanecía desde su muerte en “el búnker”, el apartamento del Bowery del autor de El almuerzo desnudo que ahora es propiedad del poeta John Giorno. Decenas de latas perfectamente clasificadas con todo lo que Howard rodó durante los cinco años que acompañó al escritor. Pese a que en un principio Giorno se resistió a permitir el acceso al material, James Grauerholz, editor y heredero de Burroughs, le dijo a Aaron Brookner que insistiera, que todo seguía allí, intacto. Detrás de las razones de Aaron había una obstinada determinación: saber más de su tío a través de lo que filmó. “Howard es una historia inacabada y todo ese material, bajo llave por el destino, mantiene su espíritu encerrado”, dice James Grauerholz. Liberar a Howard, esa parece la esotérica y delicada misión de esta película.

Howard Brookner estudiaba cine en la Universidad de Nueva York cuando decidió dedicar su tesis de fin de carrera a Burroughs y la generación Beat. Sorprendentemente, el paranoico escritor accedió a la propuesta. El chico no le ponía nervioso y se ganó su confianza hasta ser su sombra. La convivencia era intensa e incluía lecturas de textos, performances y consumo de drogas. Burroughs poniéndose la corbata para empezar a escribir a las diez de la mañana y hasta las seis de la tarde. Burroughs posando con sus malditos fetiches –las armas de fuego, las dianas—, con amigos y admiradores, Frank Zappa o Allen Ginsberg. Burroughs en unas cabañas de Colorado contando la visita de unos extraterrestres o viendo atardecer, en la última secuencia que se rodó, en el patio de su casa de Kansas. “Está bien volver y sentar la cabeza con tu gato, tu huerto de espárragos y de alpiste, cazando y pescando”, dice.

Uncle Howard encierra el signo de estos tiempos; rebuscamos entre viejas y oxidadas latas los vestigios de vidas que admiramos, pistas que nos permitan mirarnos de otra forma al espejo. Y a veces, encontramos respuestas. Le ocurrió a John Maloof cuando se encontró en una modesta subasta de Chicago con la obra de la desconocida fotógrafa Vivian Maier, o más cerca, en Madrid, cuando en un contenedor de la calle Pez aparecieron los restos de esa sorprendente familia de artistas, los Modlin. Solo tres ejemplos que han dado origen a libros o películas, aventuras admirables. Sin mar, barco ni oro al alcance, resulta que el tesoro estaba aquí, en el patrimonio de la basura.

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Sobre la firma

Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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