‘Mía’ versus mi madre. Segundo asalto
El autor relata las visicitudes de un viaje a su casa familiar en compañía de su gata
Antes de partir, la llevé a la veterinaria, para que le cortara las uñas. Hacía un par de semanas que, en una visita rutinaria, y tras un inusual arranque de valentía por mi parte, había decidido que yo mismo le cortaría las uñas en casa. Aunque es verdad que Mía es, a veces, bastante rebelde con este asunto, pensaba que sería capaz. Como sería el reto que en la clínica decidieron regalarme las tijeras. Tijeras que, por cierto, siguen sin estrenar. No es que no fuera capaz de cortarle las uñas de una pata entera. Es que no conseguí sujetarla más de 30 segundos. En cuanto veía aparecer las tijeras, huía de mí. Algo que, por otro lado, hace bastante a menudo, haya o no tijeras por el medio.
El caso es que no quería que rascara los sofás de casa de mi madre con aquellas uñas que parecían las de las Brujas de Zugarramurdi. Si lo iba a hacer, que por lo menos dejara la menor marca posible.
Decidimos no cambiarle el pienso todavía (sigue comiendo el de cachorro, a pesar de llevar ya unos meses esterilizada) ya que con la ansiedad por el viaje y el cambio de casa podíamos armar un buen lío, y no era plan.
Dicho esto, he de confesar que en las últimas semanas he notado que Mía está echando un poco de barriga. Cuando se pone a correr, los pechos se balancean de izquierda a derecha y asoman por debajo del abdomen. La escena es bastante graciosa, pero el verano está a la vuelta de la esquina y queremos llegar finos.
Mía se portó genial en el viaje (unas cinco horas). Y solo maullaba cuando alguien en el coche decía su nombre o el posesivo femenino. Aunque estuviera dormida, ella oía decir a alguien “aquella casa era mía”, y maullaba.
Total, que llegamos a casa de mi madre. Y algo había cambiado desde nuestra última visita, en Navidad: mi madre se había convertido en una experta en gatos. Nada más verla salir del transportín exclamó: “Esta gata está gorda”. Y allá se fue Mía, balanceando los pechos, a comprobar que todo estaba en orden en la casa.
Yo había quedado con unos amigos para cenar y, viendo que mi señora madre estaba ya en cuarto de Veterinaria, me fui con toda la tranquilidad del mundo. Nada que ver con la primera vez. Le dejé a Mía su cojín en el sofá, le coloqué el comedero, el bebedero y el cagadero en sus respectivos lugares, enchufé el Felliway y me dispuse a disfrutar de mis primeras vacaciones en las que mi madre y mi gata se entendían.
Porque algo ha cambiado en todo este tiempo. Para bien, se entiende. Mi madre fue capaz de no echar “el pito de las siete de la tarde” (sic dicto) durante toda la semana y a veces la encontraba manteniendo conversaciones con ella. Eso alimentaba mi esperanza de que en algún momento se animara a adoptar un gato. De hecho, tuvo un momento de delirium tremens en el que declaró: “Si no fuera porque la chica que viene a trabajar es alérgica y por el tema de las ventanas, tendría una”. Pero fue un momento nada más, ya que luego lo negó ante todo el mundo, pero yo lo oí.
Una tarde volví a casa y me encontré a mi madre tejiendo en su sillón. Mía estaba en el sofá de al lado, durmiendo sobre una manta doblada. Era una imagen muy hogareña.
Pregunté a Vero, mi tele-veterinaria, cómo veía que le regalara un gato a mi madre. Me lo quitó de la cabeza ya que, por lo visto, para personas que viven solas es mejor tener un perro, que te invita/obliga a salir a la calle. Los gatos nos hacen aún más hogareños. Ahí ya lo teníamos complicado, porque hay una frase célebre de mi madre: “Si me veis con perro o con novio, me lleváis al manicomio”.
Dos días antes de volver a Madrid, sucedió lo impensable. Mientras mi madre dormía la siesta, Mía se adentró en su habitación y se subió a la cama. Mi madre sintió algo en su cara y pensó que era una mosca. La apartó con la mano y se dio cuenta de que era Mía, que se había acercado a darle uno de esos besos suyos que consisten, básicamente, en lamerte la cara a velocidad supersónica. Reanudó la maniobra y lo consiguió.
Ya en Madrid, recibí una llamada rutinaria de mi madre. Antes de despedirnos, me dijo: “¿Te puedes creer que echo de menos a Mía? ¿Que voy por la casa y creo que va a aparecer por cualquier esquina?”
Mía demostraba, una vez más, la superioridad animal. Después de ganarme a mí, que no quería un gato, la batalla, acababa de robarle el corazón a mi madre. Qué tía.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.