La vida de las criaturas
Somos hijos de la naturaleza y alejarnos de ella es una de las tragedias del hombre actual, y la razón por la que la gente vacila, y no sabe qué hacer. El mundo entero es una creación y nuestro tiempo sigue siendo el del Génesis
En Lila, la novela de Marilyn Robinson, hay una escena preciosa en que la joven protagonista entra en la iglesia de un pequeño pueblo donde se encuentra con un pastor protestante que nada más verla se siente arrebatado por un amor inexplicable que le hace querer pasar el resto de su vida a su lado. Sin embargo, nada tienen en común. Él, el reverendo Ames, se ocupa de su iglesia y de sus sermones, de hondo contenido teológico; y ella, Lila, es una marginada que ha pasado por todo tipo de experiencias y calamidades antes de que el azar la condujera hasta ese pueblo. Sin embargo, el reverendo, que la triplica la edad, siente al verla el deseo irreprimible de casarse con ella. Y ella acepta, sin saber porqué. “¿Y qué pasa si estoy loca?, le dice. ¿Qué pasa si me persigue la ley? Lo único que sabe de mí es lo que puede ver cualquiera mirando. Y nadie ha querido casarse nunca conmigo”. La joven abandona la iglesia, y el reverendo Ames no puede dejar de exclamar: “¡Qué va a ser de ti, criatura mía!”
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Pero ¿qué queremos decir cuando llamamos a alguien criatura? María Moliner al definir la palabra en su diccionario habla de cualquier cosa creada con relación a Dios; pero también de la inocencia inexplicable que hay en esos seres que no podemos dejar de mirar. Y así estar hecho una criatura es estar joven de aspecto; ser una criatura, ser una persona demasiado ingenua para las cosas de las que se trata (se quiere casar pero es una criatura), y con la expresión “no seas criatura” se intenta disuadir a alguien de una idea algo desatinada. Pero en todos los casos, al llamar a alguien así nos estamos reconociendo presos de su encanto y dispuestos a perdonarle sus locuras, como nos pasa con los niños pequeños. La palabra criatura habla en suma de creación, de la pervivencia del paraíso en la tierra.
Manoel Oliveira dijo que todos los problemas de nuestro tiempo proceden de que el hombre ha olvidado que es solo una criatura, no el creador de las cosas. Y ya se sabe lo que pasa con el que se siente creador de algo, que no solo se siente autorizado a servirse de ello como se le antoja sino también a decirles a los demás lo que deben hacer. El progreso técnico, los grandes beneficios que acumulan los sociedades más privilegiadas y el sentimiento de omnipotencia que generan han hecho olvidar a los seres humanos su condición de criaturas. Hoy todos se sienten creadores, y este es el problema.
Creemos que la ciencia lo resolverá todo, pero no es cierto. No nos dice cómo vivir
La religión, al postular la existencia de un Creador, libraba a hombres y mujeres de la tentación de sentirse dueños de las cosas. Mas no hace falta un dios para darse cuenta de que el mundo ya existía antes de nacer nosotros, y que lo seguirá haciendo cuando ya no estemos en él. No hace falta pensar en un dios que todo lo puede para ver el mundo como algo de lo que no podemos servirnos como si fuera una propiedad más de las muchas que tenemos. Somos hijos de la naturaleza y alejarnos de ella es una de las tragedias del hombre actual, y la razón por la que la gente vacila, y no sabe qué hacer. Creemos que la ciencia lo resolverá todo, pero eso no es cierto. La ciencia nos ayuda a entender las leyes que rigen el mundo, y nos ofrece medios para transformarlo, pero no nos dice como vivir en él.
Hemos dado la espalda al mundo natural. No me refiero solo a que contaminemos ríos y mares, nuestras fábricas envenenen el aire, o transformemos las costas en una urbanización sin fin, sino que hemos dejado de escuchar lo que nos dice la naturaleza. El hombre actual se ha separado de los ríos, las montañas, las estaciones y los animales, y ha transformado la naturaleza en poco más que un telón de fondo que decora sus excursiones dominicales. El dictamen de Ludwig Wittgenstein acerca de que todo lo que sabemos es por gracia de la naturaleza dudo que pueda resultar comprensible al hombre de hoy. Es un hecho único, al que apenas hemos prestado atención, ya que, en todas las culturas y en todos los tiempos, el hombre no solo ha respetado a la naturaleza sino que ha pensado que estaba unido a ella, y que tenía que aprender a escucharla y, por supuesto, a cuidarla. Que los árboles, fuentes y ríos guardaban secretos y misterios que les estaban destinados. El mundo entero es una creación y nuestro tiempo sigue siendo el del Génesis. Esa creación no está concluida, y depende de nuestras palabras y sueños que sus promesas se cumplan.
Todo el cine de Jim Jarmusch habla de la búsqueda de ese hogar perdido. En Extraños en el paraíso, su segunda película, dos amigos conocen a una joven y deciden viajar con ella hasta Florida, en busca de unas buenas vacaciones. Pero ese lugar con el que sueñan no aparece por ningún lado y terminarán separándose. Memphis, la ciudad de Elvis Presley, es el hogar soñado al que quiere llegar la pareja de japoneses que aparece en Mystery Train. Pero la ciudad está lejos de ser lo que esperan y el hotel en que se alojan es un lugar destartalado y lleno de mugre, donde una mujer vivirá una historia disparatada. En todos los personajes de Jarmusch hay un resto de inocencia inexplicable, su problema es que no saben adónde ir.
No hace falta un dios para darse cuenta de que el mundo ya existía antes de nacer nosotros
Pero esto cambia en Paterson, su última y más extraordinaria película. Nadie que la haya visto olvidará los despertares de la pareja protagonista, ni olvidará a los gemelos que caminan por las calles de la ciudad, a la niña lectora de Emily Dickinson, al negro filósofo que regenta el bar en que un grupo de parroquianos se toma su última cerveza, o al japonés que en la última escena le entrega a Paterson un cuaderno para que anote sus poemas. El milagro de Jarmusch es hacer que su cine, hecho casi siempre de escenas cotidianas, arraigue misteriosamente en nuestra imaginación. En Dead Man, Exaybachay, un indio vagabundo cuyo nombre significa “el que habla alto sin decir nada”, le recuerda a William Blake (Johnny Depp) un poema del poeta visionario inglés que lleva su nombre. Cada mañana, cada noche, / algunos nacen para el dulce encanto / y otros para la noche sin fin. Todos los que conservan la condición de criaturas han nacido para el dulce encanto, aunque tengan que malvivir en esa noche sin fin que tantas veces es su deambular por esta tierra.
En Ghost Dog (El camino del samurái) hay un momento en que uno de los personajes contempla desde la azotea a un hombre que está construyendo un barco en la terraza de un edifico próximo. Se trata de un barco enorme que, como es lógico, nunca podrá bajar de ahí. Pero eso no supone ningún problema para él, que un día tras otro continúa impertérrito su obra. Ese barco varado en la terraza de un rascacielos es una metáfora de lo encantadora y absurda que es la poesía. ¡Qué importa que no sirva para nada! La poesía, como dijo Nietzsche, es empeñarse en seguir soñando aun sabiendo que se trata de un sueño.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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