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¿Por qué a los tíos nos gustan las medallas?

Insignias y medallas. Emblemas que se llevan en el pecho y que a los hombres les gusta lucir, aunque sea en la intimidad

Jacinto Antón
El capitán Stransky (Maximilian Schell) mira con sucia envidia al muy condecorado (y bastante sucio) sargento Steiner (James Coburn) en ‘La cruz de hierro’ (1977).
El capitán Stransky (Maximilian Schell) mira con sucia envidia al muy condecorado (y bastante sucio) sargento Steiner (James Coburn) en ‘La cruz de hierro’ (1977).

El otro día durante la clase de tenis encontré un diente de cocodrilo en el suelo (en puridad, hierba artificial). Enseguida pensé que lo había perdido yo, porque en mi pista no ha jugado nunca, que se sepa, René Lacoste (el famoso jugador francés apodado Le Crocodile o L’Alligator –de ahí sus célebres polos–) y porque precisamente luzco desde hace unas semanas en torno al cuello un colgante con un colmillo de cocodrilo australiano. Resultó que no, que el diente no era el mío (aunque nadie lo ha reclamado y, claro, me lo he quedado), lo que es una extraña casualidad: ¿qué probabilidad hay de que encuentres un diente de cocodrilo en una pista de tenis mientras llevas colgado otro?

El asunto me dio que pensar y acabé reflexionando sobre las cosas que me pongo como adorno. No llevo anillos, pendientes (excepto uno falso de lobo de mar, cuando mi cuñado me saca a navegar) ni más pulseras que algunas pequeñas elásticas de tela o cordón y, en ocasiones especiales, una de cuentas que canjeé a un guerrero masái cerca del Ngorongoro por una gorra de pinturas Titanlux. Collares tampoco, con contadas excepciones como la del diente de cocodrilo. Soy, como muchos hombres, de una aburrida sobriedad. El diente de cocodrilo incluso lo llevo por dentro de la camisa.

Probablemente sea por esa tendencia a la austeridad y moderación que a muchos tíos nos atraen las medallas e insignias, elementos decorativos, sí, pero que tienen un motivo y un propósito

Probablemente sea por esa tendencia a la austeridad y moderación que a muchos tíos nos atraen las medallas e insignias, elementos decorativos, sí, pero que tienen un motivo y un propósito. Acabo de escribir esto y me asaltan dudas sobre lo de la austeridad y la moderación al recordar el toisón de oro, o el pecho completamente cubierto de condecoraciones del mariscal Timoshenko, incluida tres veces la orden de Suvórov. Pero, en fin, estaríamos nosotros más por distinciones parcas, como el discreto botón rojo de la Légion d’Honneur, que tan elegante queda con la americana y que Hubert Barrère de Tartas (Louis de Funès) se pirraba por conseguir –hasta llegar a arrancárselo a su abogado (“¡me hace falta para mañana!”)– en Hibernatus, mi abuelo congelado (1969).

Ahí está también la tan sobria y severa Victoria Cross (VC), la gran medalla al valor británica, hecha del bronce de los cañones rusos tomados en Sebastopol y que todos quisiéramos lucir, aunque a ser posible no póstumamente. Y la Estrella de Plata. Y el Corazón Púrpura. O la muy fría Medalla Polar. Para romántica, la Medalla del Asedio de Jartum, instaurada por el general Gordon (Gordon Pachá) para subir la moral antes de que la capital sudanesa cayera en manos del Mahdi y al propio general le adornaran la guerrera con una jabalina derviche.

He de confesar mi debilidad por una condecoración tan políticamente incorrecta como la Cruz de Hierro. Se repartió tanto que acabó perdiendo parte de su marcial glamour. La tengo hasta yo: una de la I Guerra Mundial, adquirida no en los embarrados campos de Flandes sino en una tienda de coleccionista. Solo me la pongo en la intimidad y siempre lo compenso releyendo Sin novedad en el frente.

La de la II Guerra Mundial es igual, pero peor: con una esvástica. Codiciada por el canalla y cobarde capitán Stransky de La cruz de hierro, la novela de 1955 de Willi Heinrich llevada al cine por Sam Peckinpah con James Coburn como el escéptico sargento Steiner (que la portaba con tan pocas ganas como el uniforme y el exclusivo Broche de Combate Cuerpo a Cuerpo), es una condecoración que da mal rollo. “Le enseñaré dónde crecen las Cruces de Hierro”, le espeta el correoso Steiner a Stransky mientras le arrastra al infierno de la batalla, a los campos de Marte donde, es sabido, brotan guerreros sangrientos del suelo si dejas caer dientes de dragón, o de cocodrilo.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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