El valor de una medalla
La mayor colección de cruces Victoria, la más célebre condecoración a la valentía, se exhibe en el Imperial War Museum de Londres. Una invitación a reflexionar sobre qué es el coraje
Es el contundente reverso de bronce de la pluma blanca de cobardía: la británica Victoria Cross, la Cruz Victoria. Lleva inscrita la somera leyenda "Al valor" -ahí es nada- y para ganarla hay que estar hecho de una pasta especial y dejarse la piel o casi. No hay otra. Está considerada la medalla militar más codiciada, respetada y solvente del mundo. Premia actos de suprema valentía y autosacrificio en presencia del enemigo. A los más valientes de los valientes. Se calcula que la posibilidad de sobrevivir a un acto acreedor de la Cruz Victoria es de una entre diez. No se gana ni por antigüedad, ni por servicio ni por enchufe. Bajo su fría y sobria superficie -la tradición establece que están hechas con el bronce de dos cañones arrebatados a los rusos en Sebastopol: no todas- duermen algunas de las historias de coraje humano más asombrosas de todos los tiempos. Un aviador que se arrastra sobre el ala de su bombardero incendiado en pleno vuelo para apagar el fuego. Un marino que se lanza a un mar lleno de tiburones durante un ataque a fin de salvar a un camarada. Un jinete que enfervoriza a sus hombres volviendo a galopar entre letales disparos ¡para recoger un guante! Dos centenares y pico de esas emocionantes peripecias, todas grandes aventuras, dignas de novelas y películas, las revive ahora a través de las condecoraciones originales una impactante exposición en el Imperial War Museum (IWM) de Londres, Extraordinary heroes, que invita de paso a reflexionar sobre el extraño (e infrecuente) don del coraje.
Detrás de cada condecoración, una historia asombrosa de intrepidez y autosacrificio
Nicolson volvió a meterse en la cabina de su aeroplano incendiado para derribar un último caza enemigo
La exhibición, para la que se ha remodelado la sala en la planta superior del museo, tiene su origen en la cesión al IWM, inicialmente por 10 años, de la mayor colección de cruces Victoria del mundo, la de Lord Ashcroft, compuesta por 160 (que ya son hazañas), una décima parte de las concedidas. A ellas, que se muestran al público por primera vez, se suman en la exposición el medio centenar que posee el museo (también pueden verse unas cuantas George Cross, la denominada VC civil, instituida por George VI en 1940, de ambas colecciones).
El hilo conductor de la muestra (con un catálogo editado por Osprey), en la que uno discurre por entre tanta intrepidez que se siente capaz de asaltar las murallas de Seringapatam a pelo, es el valor entendido como uno de los atributos más preciados de la civilización occidental.
Las medallas están distribuidas en diferentes ámbitos que hacen referencia a alguna de las "siete cualidades de la valentía": agresividad, audacia, resistencia, iniciativa, liderazgo, sacrificio y destreza. Entre las VC que se pueden admirar, la de Geofrey Keyes, el oficial de comandos que trató de asesinar a Rommel, o la de William Rhodes-Moorehose, el intrépido piloto de la I Guerra Mundial (48 derribos) que dejó la siguiente meditación mientras se desangraba al bajarlo de su aeroplano ametrallado: "Es raro morirse, como el primer vuelo solo".
Signo de los tiempos, la exposición tiene un diseño moderno (del techo cuelgan un tiburón, un dirigible y un modelo de Lancaster entre otras cosas), una vertiente interactiva (con preguntas tan embarazosas como "¿has sido alguna vez valiente?"), recreaciones en comics animados de algunas de las hazañas, y un sorprendente despliegue de mercadotecnia, incluidos imanes de nevera con el lema "2 men 1 parachute. ¿How brave are you?", que será efectista pero te da que pensar.
Algunos le reprocharán a la exposición su exaltación de las virtudes castrenses y que no se muestre crítica con el horrendo fenómeno de la guerra. Rezuma un quizá inevitable, dadas las circunstancias de Gran Bretaña, aroma patriotero. A Kipling le encantaría y a Lord Kitchener ni te digo. Pero encuentras historias apasionantes y para hacértelo pasar mal ya está en la planta de abajo la conmovedora exhibición sobre el Holocausto.
Las medallas se exhiben en cajas y se acompañan de retratos de los ganadores y de objetos relacionados con el acto por el que recibieron sus cruces. Algunos de esos elementos son muy espectaculares, como el traje de goma con el que el buzo Magennis salió del minisubmarino XE-3 para minar el crucero japonés Takao, o los trozos del zepelín que derribó desde su aeroplano el teniente Robinson. Entre los objetos más emotivos, la chaqueta del oficial naval Drummond con manchas de sangre o el reloj que llevaba en el bolsillo Walter Hamilton, de los Guías, al ser despedazado por los afganos en la defensa de la residencia británica en Kabul mientras trataba de arrebatarles sable en mano un cañón.
Al pasear por la exposición en plan Gary Cooper en Llegaron a Cordura -donde escoltaba a soldados ganadores de la medalla de honor del Congreso y meditaba sobre el valor-, es inevitable tratar de extraer conclusiones sobre qué convierte a un hombre en valiente. Parece que hay algo esencial en el carácter que predispone, porque muchos héroes, sorprendentemente, repiten sus actos de coraje (siempre y cuando no hayan muerto a la primera). Atacan una ametralladora alemana y luego otra, o rescatan bajo el fuego a un camarada y al día siguiente vuelven a hacerlo. Que la mayoría de las veces no se trata de un arrebato irracional momentáneo, vamos. En su clásico The anatomy of courage (1945), Lord Moran observó que existen cuatro grados de valor y cuatro tipos de hombres medidos por ese estándar: los que no sienten miedo (y que suelen ser gente poco imaginativa y nada agradable), los que lo sienten pero no lo traslucen, los que lo sienten y lo demuestran pero hacen lo que hay que hacer, y los que lo sienten, lo muestran y salen corriendo, rehuyendo el deber. Sólo los últimos serían, claro, incapaces de ganar una VC (aunque siempre hay esperanza de redención, piénsese en Lord Jim y en el Harry Feversham de Las cuatro plumas.). Pero los héroes habitualmente estarían en las dos categorías intermedias: los que son capaces de vencer su miedo. "Claro que he tenido miedo", se sinceró a Moran el mariscal Lord Gort, ganador de una Cruz Victoria; "todos los animales sienten miedo". Otro condecorado, Leonard Cheshire (su medalla se exhibe), sentenció: "El valor es conquistar tu miedo".
Se han concedido un total de 1.355 de estas pequeñas cruces desde que creara la medalla la reina Victoria en 1856 para recompensar a los héroes de la guerra de Crimea (de lo correoso de esos valientes da fe que uno de ellos, Henry James Raby, aguantara impasible el dolor cuando la propia monarca atravesó inadvertidamente la tela de su guerrera y le prendió la insignia, ¡ay!, directamente en el pecho). Hasta entonces -para una buena historia de la medalla véase Bravest of the brave, de John Glanfield (2005)-, el ejército británico carecía de una condecoración que premiara actos de valor de militares de todos los rangos. En tiempos de Wellington, por ejemplo, se consideraba que la paga, el rancho y el orgullo de luchar por el rey ya eran suficiente recompensa (y si alguien se quejaba, pues unos azotes). De hecho los mandos británicos menospreciaban la pioneramente democrática Legión de Honor, considerándola "un apéndice de la vestimenta francesa".
Fue la opinión pública, sobrecogida por el testimonio de los corresponsales de guerra acerca de los sufrimientos y heroicidades de sus soldados (la de Crimea fue la primera guerra cubierta extensamente por la prensa), la que presionó para que se creara la medalla. El primer acto de valor premiado fue el del marinero Charles Lucas de 20 años que cogió en sus manos una bomba rusa sin explotar que había aterrizado en la cubierta y la tiró por la borda justo antes de que estallara, ¡pum!
La última cruz entregada hasta ahora a alguien vivo * -y la primera desde la guerra de las Malvinas en 1982, donde se concedieron dos, póstumas- es la del soldado de primera clase Johnson Beharry que, conductor de un vehículo blindado, salvó a sus compañeros durante dos emboscadas con cohetes y morteros en Al Marab (Iraq), en mayo y junio de 2004, resultando en la última malherido en la cabeza. Beharry, uno de los 12 únicos poseedores de la medalla vivos, se hizo tatuar una enorme VC en la espalda. La exposición exhibe su casco maltrecho.
En su siglo y medio de existencia la Cruz Victoria ha premiado a los jinetes de la alocada carga de la Brigada Ligera en Balaclava (siete cruces, una de ellas al sargento del 17º de Lanceros Charles Wooden, un hombre no muy sutil que años después falleció al dispararse en la boca para extraerse una muela por la vía rápida, y otra al teniente Dunn del 11º de Húsares, un mujeriego que acabó escapándose con la mujer de su coronel -otra clase de aventura-); y a los héroes del Motín de los Cipayos (¡182 cruces!, tantas como en toda la II Guerra Mundial). La han recibido también los empecinados defensores de Rorke's Drift contra los zulúes (11 cruces, el mayor número en una sola acción; entre los ganadores, el mayor Chard al que el general Wolseley describió paradójicamente como "el tipo más estúpido que he conocido" y el soldado Hitch que acabó conduciendo un taxi en Londres -su conversación sí que debía ser buena y no la de los que ponen ciertas emisoras de radio- y en cuyo recuerdo se instituyó un galardón para premiar la valentía de los taxistas.
En la guerra contra los bóers se repartieron 78 cruces, 626 en la I Guerra Mundial -180 póstumas: pero no la del sargento Carmichael que sobrevivió a su galante acción de salvar a su pelotón sentándose encima de una granada-. En cambio, en la Batalla de Inglaterra, los aviadores que se enfrentaron a la Luftwaffe recibieron solo una; claro que, como es sabido, eran pocos...
Si a un premio se le juzga por los que no lo han recibido, el gran baldón de la Cruz Victoria es T. E. Lawrence. Wingate lo recomendó, pero Londres negó la condecoración alegando que las acciones del rey sin corona de Arabia no habían sido ratificadas por dos oficiales británicos como era preceptivo. En fin, conociendo a Lawrence, que era muy suyo, es muy posible que no la hubiera aceptado o la hubiera devuelto.
La Cruz Victoria la han ganado solo cinco civiles y 14 extranjeros (cinco estadounidenses, tres daneses, dos alemanes, un belga, un sueco, un suizo y un ucraniano). Tres personas la han conseguido ¡dos veces! (se añade una barra a la medalla); entre ellos el capitán Upham, que en la II Guerra Mundial rescató camaradas heridos, mató personalmente en combate a 22 soldados alemanes, recibió tres heridas y hasta tuvo tiempo de tratar de escapar varias veces de Colditz. Era tan modesto (otro rasgo de los VC) que hubo que ordenarle que se pusiera la medalla. El más joven poseedor la ganó a los 15 años, el más viejo, a los 69: se puede ser valiente a todas las edades. Una familia reunió tres VC, los Goughs. La VC está abierta a las mujeres, pero hasta ahora no se la han concedido a ninguna. Mrs. Webber Harris recibió una réplica en oro por su indomable coraje durante el Motín.
No deberíamos dejar de citar al ganador de la VC con el apellido que le predisponía menos para ello: Georges Chicken. Su medalla se exhibe en la muestra. ¿Un favorito? Quizá el piloto Eric Nicolson, que en el momento de saltar de su Hurricane incendiado volvió a meterse en la abrasada cabina para derribar un último Meserschmitt 109.
En contadas ocasiones (ocho) la Cruz Victoria ha sido retirada a sus poseedores. El sargento Fowler la perdió por bigamia y John Daniel por "sodomía" con cuatro cadetes. Tampoco pareció bien que el gaitero Findlater de los Gordon Highlanders que ganó su VC por no dejar de tocar Cock o' the North durante una carga en la campaña de Tirah reuniese un peculio interpretando la pieza a 30 libras la semana en el Alhambra Theatre de Londres. George V estableció luego que una vez te la concedían la medalla ya no te la podían quitar y que un condecorado condenado por un crimen podía lucir la Cruz Victoria hasta en el cadalso.
Michael Ashcroft ha ido amasando poco a poco su metálica colección de gloria. Desde niño, estimulado por las historias que le contaba su padre, uno de los primeros en desembarcar en Sword Beach el Día D, le entusiasmaba la medalla. Consciente de la dificultad de ganarla, decidió un día, convertido en empresario de éxito, comprar una. Fue en Sotheby's y le costó 29.000 libras. Era la del buzo Magennis que en un mal momento en 1952 la había vendido por 75 libras (el precio récord de una cruz es de medio millón de libras). Ashcroft , autor también de libros sobre la VC (Victoria Cross Heroes, 2007, con prólogo del príncipe de Gales), siguió adquiriendo, en subastas principalmente, hasta reunir su impresionante colección, valorada hoy en 30 millones de libras.
Entre tanta testosterona militar y tanta trompeta, la inclusión en la exposición de las George's Cross, especialmente de algunas, pone un oportuno contrapunto a las hazañas bélicas. En última instancia, no es preciso llevar uniforme para ser valiente, ni pelear a sablazos con una horda encrespada de Fuzzy -Wuzzys . Sidney Purvis, un minero, la ganó por rescatar a sus compañeros. Y una niña, Doren Ashburnham, de 11 años, por salvar a su primo ¡enfrentándose a un puma! Extraña cosa el valor.
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