El diseñador que crea sillas donde mejor no sentarse
A sus 25 años, Thomas Barger defiende que el futuro del diseño podría consistir en no diseñar nada
“Os presento a Cassie. Viene de una granja ganadera en Illinois. Es nueva en la ciudad y siente una cierta inclinación por el té con burbujas y los bolsos de Mike Coors [síc]. Si la veis en el metro, liberadla. Decidle que no hay nada malo en pedir el menú de dos platos por 20$, incluso aunque no tenga churri”. Cassie no es una persona, sino una silla tosca y rechoncha, de forma irregular y con asiento de enea, fotografiada en medio de un vagón del metro neoyorquino, como una chica de campo desorientada en la ciudad. Su autor (y también de su descripción, publicada junto a la imagen en su cuenta de Instagram) es Thomas Barger, un arquitecto que se define como “un artista que hace muebles”. Y que les pone nombre, claro.
Barger acaba de cumplir 25 años, vive en Nueva York y, al igual que Cassie, se crió en una granja de Illinois. “De pequeño me pasaba el día haciendo ciudades y castillos de arena en el prado de detrás de mi casa, donde pastaban los animales”, recuerda. “También me encantaba dibujar planos de casas, así que pensé que estudiar arquitectura era una forma de seguir haciendo lo que más me gustaba”.
En la facultad aprendió que la arquitectura era algo mucho menos artístico de lo que imaginaba. “Cuando entré a trabajar en un estudio de Nueva York me di cuenta de que los arquitectos ni dibujan ni trabajan con sus manos. Resultó decepcionante”. Un día, sin embargo, llegó la oportunidad: un cliente le pidió una mesa a medida. “Me puse a construirla y, de repente, aquello hizo que me lo replanteara todo. Estaba disfrutando. Así que empecé a recoger materiales por la calle y a trabajar con ellos. Hacer algo físico fue un soplo de aire fresco”.
“Cuando entré a trabajar en un estudio de arquitectura de Nueva York me di cuenta de que los arquitectos ni dibujan ni trabajan con sus propias manos. Fue una decepción”
Lo que salió de aquellos experimentos, sin embargo, estaba en las antípodas del diseño comercial. Ni rastro de concordancia entre forma, material y función. Barger construye estructuras de madera y metal, o directamente reutiliza las que encuentra en la calle. Las recubre con poliestireno y después les aplica una capa de pasta de papel.
“No son objetos estables que se puedan utilizar”, puntualiza. Sin embargo, eso no evita que se puedan mirar. Contemplar. Vender y comprar. El pasado mes de septiembre, Thomas recibió una visita del galerista neoyorquino Paul Johnson. Tras haber fundado Johnson Trading Gallery en 2000, acariciaba la idea de abrir un espacio dirigido específicamente a propuestas a medio camino entre el arte y el diseño. Cuando Johnson vio lo que Barger hacía, le animó a seguir trabajando en esa línea. “Aquello fue el detonante de todo”, explica. Johnson le fichó para su nuevo proyecto, Salon 94, y empezó a mover sus piezas como muebles de artista en ferias de arte.
El 3 de marzo de este año se inauguraba Ghost dog, una exposición colectiva en la que una obra del legendario diseñador italiano Gaetano Pesce compartía espacio con el trabajo de jóvenes creadores. Entre ellos estaba Barger, que contribuyó a la causa con dos esculturas, una de ellas concebida como un cesto para la ropa interior. “Recuerdo que cuando era pequeño las mujeres de mi pueblo estaban obsesionadas con las cestas, y hace poco me descubrí a mí mismo en la misma situación”, bromea.
El trabajo de Barger es vocacionalmente rústico y encantador. Tan desastroso y chapucero que inspira ternura. En el fondo, no tan distinto a los objetos de Gaetano Pesce: respuestas distópicas y artesanales a la perfección del diseño industrial. “La verdad es que apenas conocía el trabajo de Pesce hasta el verano pasado, cuando lo descubrí y me dejó fascinado”, responde. “Pero los artistas que verdaderamente me inspiran son mis compañeros de piso”.
Le preguntamos por los nombres que les pone a sus obras. ¿Pertenecen a personas reales? “Al principio sí lo eran”, responde. “Por ejemplo, el andador se llama Eloise, como mi abuela, que tuvo que utilizarlo durante toda su vida”. ¿Es un homenaje? “Más bien es una forma de hablar de la vida en Nueva York, porque se ve mucha gente con estos objetos por la calle. De hecho, me encuentro muchos tirados por ahí”.
A medida que Barger habla, su discurso se va concretando. Y es menos ingenuo de lo que parece. “Creo que decorar uno de estos andadores evita su destrucción, pero también lo convierte en un fetiche”, reflexiona. “Últimamente estoy trabajando con objetos de este tipo. Camillas y carritos, además de los andadores. Los altero y de esa manera los conservo, los despojo de su utilidad y de su carácter temporal”. ¿Cómo define entonces los objetos resultantes? “Esta serie está compuesta por esculturas. No son piezas de diseño ni muebles. El diseño, a decir verdad, no me interesa demasiado. Alguna vez he tenido que diseñar muebles y no se siente lo mismo. Mis piezas me emocionan. Los muebles, no”.
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