Por responsabilidad
El deterioro institucional no es un problema de izquierda ni de derecha, sino de políticos responsables
Es difícil que alguien pueda alegar que los últimos acontecimientos le han pillado desprevenido. La existencia de redes de financiación ilegal en el Partido Popular, que dieron lugar a importantes desvíos de dinero público en diferentes Comunidades, Ayuntamientos y empresas públicas, es desde hace tiempo una evidencia. Una certeza tan manifiesta que obliga a plantearse si un partido con semejante grado de corrupción puede dirigir un país y, si no es así, qué solución puede encontrarse en el momento actual.
No es serio afirmar que una cosa es un partido, ente libre de toda culpa, y otra sus dirigentes, porque los partidos no son seres capaces de definirse a sí mismos. La experiencia demuestra que la única manera de terminar con la corrupción enraizada en una organización es que, desde dentro, se promueva una radical renovación de los órganos de dirección. Y eso no suele suceder salvo con un serio castigo electoral (como tuvo el PP, que perdió de 2011 a 2016 tres millones de votos y 51 diputados) y la consiguiente salida del Gobierno (lo que no ocurrió, primero porque Podemos se equivocó de estrategia y sigue haciéndolo, minusvalorando la fuerza de sus 71 diputados, oscurecidos por un simple autobús, y después porque el PSOE decidió no dar una batalla, sino defender una trinchera).
Es posible que ese debate no tuviera lugar porque muchos de quienes debían participar en él, dentro y fuera de los partidos, pensaron que, por encima de todo, el valor que preservar era la estabilidad, amenazada por la crisis económica y por la existencia de un movimiento independentista catalán. Es un gran valor democrático, sin duda, pero no es posible hablar de democracia ignorando las instituciones, y si hay algo que las deteriora es la corrupción que pone en peligro al sistema mismo. Más aun cuando ese sistema está exigiendo un esfuerzo descomunal a los ciudadanos para hacer frente a una crisis con duras consecuencias sociales.
El daño producido por la corrupción política en las instituciones democráticas no ha sido suficientemente resaltado. Es el mayor problema de la vida política española y por eso mismo debería dar origen a un debate que permita encontrar solución a la vergonzosa situación actual. El deterioro de las instituciones, cuyo último episodio atañe a la Fiscalía Anticorrupción y a la Fiscalía General del Estado, no es un problema de izquierda ni de derecha, sino de políticos responsables, capaces de asumir su principal obligación en momentos de emergencia.
Algo hemos hecho todos muy mal cuando no es posible siquiera plantear una reflexión sobre cómo salir de este embrollo. ¿Qué ha pasado para que no haya en los partidos, ni en la sociedad, voces capaces de pedir un acuerdo político que desatranque el desagüe?
No se trata de hacer un juicio paralelo al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, ni de reprocharle actos que no está demostrado que haya cometido. Pero tampoco de pensar que es un héroe que hace frente a un problema del que no tiene responsabilidad. Héroe será quien sea capaz dentro del PP de abrir el debate, recordando que, como decía Eisenhower, no hay que depender de la integridad de las personas, sino de la integridad de las instituciones. Se trata, pues, de constatar que Rajoy no está en condiciones de ejercer la presidencia del Gobierno porque se encuentra obligado a hacer permanentes fintas ante la justicia, porque esa situación le ha llevado a mantener afirmaciones que no se ajustan a la realidad, y porque no es posible ejercer la presidencia sometiendo al país a una desmoralización continua.
Se trata de constatar que las instituciones, incluida la presidencia del Gobierno, tienen un problema de credibilidad y de encontrar una solución provisional, negociada con el principal partido, el PP. Por responsabilidad.
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