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psicología
Tribuna
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Ser testigo y víctima de una relación tóxica pasa factura a los hijos

La violencia psicológica que se ejerce sobre la pareja es también maltrato infantil

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La violencia psicológica que se ejerce sobre la pareja, es también maltrato infantil, es sin duda violencia contra los hijos.

Dado que el maltrato psicológico se caracteriza por ser mucho menos visible y detectable que el maltrato físico, los hijos que crecen en una familia donde esto ocurre, lo aprenden e internalizan como la forma normal de relacionarse. Son víctimas desde una doble vía: aprenden una forma patológica de relacionarse con los otros y además padecen las secuelas del maltrato de la misma manera que la persona maltratada.

Es muy frecuente que los hijos varones se conviertan en futuros maltratadores mientras que las niñas tienden más a convertirse en víctimas de maltrato cuando llegan a adultas. Esto es una tendencia, lo que implica que pueden darse excepciones en ambos géneros.

Es un mito que alguien que maltrata psicológicamente a la persona que es su pareja y a la que dice amar, no sea también una persona que maltrata a sus hijos de una u otra forma.

Ser testigo y víctima de una comunicación tóxica, basada en el control, la manipulación, el chantaje, el discurso ambivalente (si hago esto es porque te quiero) y la progresiva aniquilación de la autoestima de otro ser humano, pasa unas facturas enormes a los hijos que respiran esa atmósfera. Las secuelas son tanto físicas como psicológicas y les afectan a su presente pero también a su futuro: condicionan la vida de los niños de forma muchas veces irreversible.

Seguramente muchas personas intuyen que el daño será psicológico. Lo que en general se desconoce es que las secuelas pueden ser también de índole física, puesto que el desarrollo de los niños se ve alterado por la exposición a ambientes emocionalmente tóxicos. Estas consecuencias son, entre otros, problemas relacionados con el sueño y la alimentación, retraso en el crecimiento, síntomas psicosomáticos tales como asma, problemas de piel e, incluso, retrasos de crecimiento, retraso o poca habilidad motriz.

A nivel emocional el daño es mayor, afectando a todas las escalas de una estructura de personalidad en formación, con problemas de ansiedad, ira, depresión, trastornos del apego, del autoconcepto e incluso trastornos de conducta en la adolescencia y edad adulta. En la infancia todo eso se traducirá en problemas de comportamiento tales como conducta agresiva hacia iguales o hacia animales, rabietas, comportamiento disruptivo, hiperactividad, habilidades sociales muy pobres, falta de empatía, aislamiento y depresión.

El autoconcepto es la imagen de “sí mismo” que el niño construye. Esta construcción la hará con los materiales que le proporciona el entorno, esencialmente sus padres, a través de quienes se identifica, es decir, el niño adquiere el autoconcepto mediante un proceso de imitación en el que incorpora en sus propios esquemas las conductas y creencias de aquellas personas que son más importantes para él. Así, no es difícil entender, que cuando dichas creencias y conductas son tóxicas y de maltrato para con los otros, ese será el esquema de sí mismo interiorizado por el niño y que más adelante desplegará en su forma de relacionarse con los otros.

Emociones como la culpa, la impotencia y la rabia son compañeros de viaje en la infancia de aquellos niños que ven como uno de sus progenitores maltrata al otro. Culpa porque los niños menores de cuatro o cinco años aún no tienen desarrollada por completo la teoría de la mente, etapa del desarrollo a través de la cual pueden empezar a ponerse en el lugar de otro y entender que no todo gira en torno a ellos (el egocentrismo infantil es normal, deseable y evolutivo) y por tanto tienden a creer que el dolor, la tristeza y la sumisión de la persona maltratada deben de ser culpa suya, por algo que han hecho aunque no saben muy bien qué. A partir de la edad en que ya son capaces de entender que lo que ocurre puede que no sea culpa suya, entonces sentirán la impotencia que deriva de no poder remediar ni evitar el dolor de alguien a quien quieren profundamente.

Lo verdaderamente perverso de la exposición infantil al maltrato es lo que los expertos llamamos el “doble vínculo”: el niño recibe dos mensajes contradictorios imposibles de resolver, por un lado está programado para “imitar” la conducta de sus padres aunque esta sea patológica o reprobable y por otro también ve el sufrimiento y el progresivo deterioro de la persona maltratada. El doble vínculo es foco de ansiedad y origen de trastornos posteriores.

Quiero insistir en que el maltrato psicológico (sin maltrato físico) es poderosamente lesivo porque en la mayoría de los casos no es percibido por la víctima como maltrato y por tanto no hará nada para defenderse, sino que tenderá a culpabilizarse cronificando así un daño que afectará siempre a los hijos.

Por otra parte, habría que preguntarse sobre la capacidad educativa y emocional de una persona que es maltratada psicológicamente, qué puede aportar a un niño, de dónde va a sacar la energía que se requiere para criar, la paciencia, la tolerancia, la flexibilidad. Se necesitan ingentes cantidades de recursos psicológicos y emocionales para criar a los hijos incluyendo una gran conciencia sobre cuáles son nuestras limitaciones y nuestras carencias primarias. Se requiere un máximo de estabilidad psíquica para afrontar los retos que supone un hijo. Una persona que sufre el desgaste y el dolor del maltrato aunque no sea consciente de ello, no va a encontrar recursos para nadie que no sean los mínimos que necesita para sí misma, para no ser psicológicamente aniquilada: los hijos quedarán desamparados y el representante de la fuerza y la presunta protección será, dolorosa y patológicamente, el que maltrata. Así se perpetúa la violencia por generaciones, así es como se cierra el círculo que condena a miles de niños a convertirse en víctimas o en verdugos. Adultos que ejercerán, justificarán o sufrirán el maltrato a través de generaciones.

En palabras del neuropsiquiatra chileno Jorge Barudy, “tratar bien a un niño es también darle los utensilios para que desarrolle su capacidad de amar, de hacer el bien y de apreciar lo que es bueno y placentero. Para ello, debemos ofrecerles la posibilidad de vivir en contextos no violentos, donde los buenos tratos, la verdad y la coherencia sean los pilares de su educación”.

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