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Columna
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Supremacistas

A quienes se creen superiores, como Dijsselbloem o Aznar, despreciar al otro les confunde

Xavier Vidal-Folch
Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupo
Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupoefe

Se creen superiores. El holandés Jeroen Dijsselbloem, al ampararse en su religión calvinista para zaherir a los europeos del Sur (por juerguistas, borrachos y mujeriegos), no pedir disculpas y, peor, exigírselas al ministro portugués que le criticó. Lo suyo no es laborismo, es racismo ultra.

O el castellano José María Aznar, que sigue tratando al personal de idiota. Vuelve a falsear la realidad sobre su manipulación del atentado de Atocha el 14-M (“Miente Aznar”, de Jesús Ceberio: imprescindible hemeroteca) y es el único del trío de las Azores, el único, que todavía no ha pedido perdón por su compulsivo embuste de que en Irak había armas de destrucción masiva.

El sentimiento de superioridad (propia) —no confundir con un mínimo de (necesaria) autoestima—, que pavimenta esas falacias e insultos, nubla la inteligencia política, pues entraña el desprecio y el rechazo a los demás. Es disolvente.

Jeroen se aferra y corroe al Eurogrupo, y Josemari destruye hasta al fiel Bertín Osborne y su audiencia. Su actuación no surge del conservadurismo, sino del facherío viral, contagioso. Letal.

Cuando el síndrome de superioridad deviene colectivo se convierte en supremacismo (Nietzsche), racial, nacional o religioso, que pretende imponer los intereses propios a los demás, y en su versión más extrema, exterminarlos.

El talón de Aquiles del supremacismo es su connatural incapacidad para calibrar las debilidades propias y las fortalezas ajenas. Así, al brexiterismo más enfático le desencaja que la Unión Europea haga causa común con España sobre Gibraltar. Y sus voceros más cutres ya reclaman acciones bélicas tipo Malvinas: “Le nationalisme, c’est la guerre”, que proclamara François Mitterrand poco antes de morir.

Así, el secesionismo catalán se sorprende de que “el Estado” descarte de hecho recurrir al artículo 155 y le dé donde más le duele: en advertir a sus altos funcionarios y empresas suministradoras (a éstas, por recado, ay, de la Guardia Civil) de que desobedecer la ley no sale gratis. Y al Gobierno de Mariano le aturde que los viajeros de la Generalitat logren ecos en François Fillon, Romano Prodi o Jimmy Carter: un prejubilable y dos obsoletos, pero con marca.

Despreciar al otro te confunde.

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