Huevos de Pascua
Ingerimos cultura, comemos símbolos en formas de pan o de chocolate
El mundillo goloso se prepara para celebrar la llegada de la Pascua. Encerrados en celofán con lazos emperifollados o envueltos en papeles de colorines restallantes, los típicos huevos de Pascua atiborran los mostradores de cafeterías y pastelerías en esta época del año. Me refiero a esos huevos de chocolate a los que suele acompañar la figura de un conejo, iconos golosos que el mundo infantil recibe con regocijo.
De manera simultánea, no pocas panaderías españolas, en especial del arco mediterráneo, ofrecen las típicas monas, piezas de pan con huevos incrustados, cargadas de simbolismos tan lejanos como olvidados, con el mismo rango que ciertos hornazos de Castilla y el oeste peninsular o las opillas del País Vasco. Costumbres parecidas se repiten por toda Europa, según pude comprobar años atrás cuando preparaba mi libro El Pan, ya descatalogado.
¿Qué motivos justifican en esta época la apoteosis del huevo? No quiero aburrir con viejos relatos, solo esbozar un apunte que nos ayude a recordar el valor simbólico de un icono atávico, aparte de alimento que, veinte siglos después, palpita aun pleno de pujanza.
En la antigüedad pagana el huevo, germen y semilla de una nueva vida, se vinculaba al equinoccio de primavera y a la resurrección periódica de la naturaleza. Transición que acontecía superados los fríos del invierno. El año comenzaba en marzo después de la primera luna nueva cuando la naturaleza volvía a la vida. Así sucedió hasta que Julio Cesar en el año 46 de nuestra Era modificase el calendario romano. No se borró, sin embargo, la etimología de los últimos meses –septiembre (siete), octubre (ocho), noviembre (nueve) y diciembre (diez)-- que revelan el puesto que ocupaban en la primitiva partición del tiempo.
Para los pueblos antiguos, la primavera era el periodo más importante del año. De la fecundidad de las cosechas dependía el bienestar de comunidades enteras. No es extraño que Roma consagrara el mes de abril a Venus diosa del amor, símbolo de la fertilidad y de la belleza. Es lógico también que se realizaran ofrendas a divinidades paganas. Ritos en honor de la madre Tierra invocando la fertilidad de los campos. Prácticas que encontraban un fiel reflejo en los panes rituales romanos, en la mayoría de los cuales el huevo desempeñaba un papel decisivo.
Según el filólogo Joan Corominas, Munda eran las cestas de frutas y pasteles que se ofrecían a la diosa Ceres. De aquellas ofrendas derivarían las masas de harina con huevos en su interior (monas) semejantes a las que conocemos.
Que nadie me comente ahora que a principios del siglo pasado la tradicional mona catalana inició un proceso de evolución; primero hacia la mona-pastel y después hacia la mona-monumento, esas obras de arte elaboradas con chocolate, orgullo de la pastelería barcelonesa. Ya lo sabemos.
Tampoco es necesario que me recuerden que en su origen la mona era el bollo dulce que los padrinos obsequiaban a sus ahijados el Domingo de Resurrección en distintas partes de España, por lo general con tantos huevos incrustados como años poseía el agasajado. Las citas literarias y los relatos costumbristas españoles abundan en alusiones y rituales primaverales de todo tipo con la presencia del huevo.
Afortunadamente, veinte siglos después nuestra civilización no ha conseguido acabar con el papel simbólico de unos hábitos de raigambre milenaria. Me sonrío cuando de vez en cuando alguien me recuerda que la gastronomía es cultura. A quien le quede alguna duda que bucee un poco en nuestra historia, la literatura y la antropología. Sígueme en Twitter: @JCCapel
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