El desarme y la última trinchera
En un acto como el previsto por ETA sería de esperar un gesto de humanidad hacia las víctimas
En un documento de agosto de 2009, ETA advertía de que no entregaría “nunca” sus armas, sino que “las guardaría”, y que no desaparecería, sino que “continuaría como organización política dentro de la izquierda abertzale hasta que otro tipo de situación y debates digan lo contrario”. En el comunicado de octubre de 2011 en el que anunciaba el “cese definitivo de la actividad armada”, se incluía un llamamiento a los Gobiernos de España y Francia para abrir un “proceso de diálogo directo” sobre la “resolución de las consecuencias del conflicto”. Ese planteamiento se concretó luego en una propuesta de negociación en términos de disolución y entrega de las armas a cambio de la salida de Euskadi de las Fuerzas de Seguridad del Estado.
Se anuncia ahora la escenificación del desarme en un acto a celebrar el 8 de abril en Bayona, al que podría seguir una asamblea de disolución formal. Que sobren razones para desconfiar de sus intenciones no debería impedir reconocer que entre esconder las pistolas hasta nuevo aviso y su entrega “legal” (sin manipulación del material entregado), “unilateral y sin contrapartidas” hay margen para justificar la no interferencia de los Gobiernos.
El pretendido paralelismo entre entrega de las armas y salida de las policías estatales busca probablemente recrear la fantasía de un país ocupado militarmente
El pretendido paralelismo entre entrega de las armas y salida de las policías estatales busca probablemente recrear la fantasía de un país ocupado militarmente. Si el Gobierno hubiera aceptado esa negociación habría legitimado, no la vuelta a las armas, pero sí su recurso a ellas en contra de la democracia. El rechazo del Gobierno y partidos de ese trueque es lo que ha conducido al planteamiento de desarme unilateral. Y no parece casual que su última trinchera haya sido la reclamación de retirada de la policía y la Guardia Civil.
El intento de linchamiento de dos guardias y sus novias en Alsasua el 15 de octubre tiene un encaje dudoso en la definición del delito de terrorismo, pero no es una hipótesis absurda a la vista de la vinculación de los agresores a un movimiento local cuyo objetivo, fijado en su denominación (Ospa!: ¡fuera!), es expulsar de la localidad (y del territorio) a la Guardia Civil. Lo que sí es absurdo es considerar que la acusación de delito terrorista convierte a los investigados en víctimas.
La banda de Baader-Meinhof se disolvió en 1998, seis años después de su último atentado, mediante un comunicado remitido a la prensa en el que insinuaba que, de haber contado con un brazo político, su final habría llegado mucho antes. En el caso de ETA, durante años se consideró que el cese de la violencia implicaría su disolución en Batasuna, la cual solo sería creíble si iba precedida o acompañada por la entrega de las armas. Pero la pretensión de negociar contrapartidas cerró el paso a esa posibilidad. Ahora renuncian a la negociación, pero no al intento de convertir en espectáculo triunfal un acto de desarme que inevitablemente evoca la memoria de los cientos de asesinados con esas armas.
De ahí la mezcla de sentimientos con que las asociaciones de víctimas han acogido el anuncio. Que ETA se desarme es una buena noticia, pero que lo presenten como un autohomenaje a su pasado reabre las heridas. En un acto como el previsto sería de esperar de su parte un gesto de piedad hacia las víctimas.
(En Ricardo III, Shakespeare hace decir a uno de sus personajes: “No hay animal tan feroz que no conozca algún toque de piedad”. A lo que replica el futuro Rey: “Pues yo no lo conozco, así que no soy animal”).
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