¿Puede un boicot ciudadano hundir la empresa de Ivanka Trump?
El sistema es tan inteligente que inventó incluso la más efectiva forma de protestar contra él: no comprar
A Ivanka Trump le están costando caros los éxitos electorales de su padre. La diseñadora se enfrenta desde hace meses a un boicot de consumo instigado en las redes sociales por GrabYourWallet (Coge tu cartera), un grupo de activistas contrario a Donald Trump que propone darle al nuevo presidente de EE UU donde creen que más le duele: no comprando los productos de sus empresas ni de las compañías que simpatizan con él o que financiaron su campaña.
La lista completa, que se puede consultar en grabyourwallet.com, consta de 77 empresas, incluidas NASCAR, Macy’s, Walmart, Universal Studios Hollywood o Los Angeles Clippers, equipo de la NBA. “Lo original de esta campaña”, explica la periodista de The Daily Beast Lizzie Crocker, “es que no solo se incita a no comprar la ropa y las joyas diseñadas por Ivanka, sino también a dejar de ir a las cadenas de tiendas que las venden, como Macy’s o Bloomingdale”.
Hasta hace unos días, la propia Ivanka Trump insistía en que la incidencia de este boicot estaba siendo “nula” y que sus colecciones se estaban vendiendo “mejor que nunca”. Sin embargo, a principios de febrero, cadenas como Nordstrom o Neiman Marcus empezaron a retirar de sus expositores los productos de Ivanka alegando que estaban funcionando “muy por debajo de las expectativas”. “En realidad”, argumenta Crocker, “lo que ocurre es que esas cadenas tienen clientes de perfiles ideológicos muy distintos y prefieren no asumir el deterioro para su imagen de marca que supone verse señaladas como muy próximas a Trump”.
Hace 150 años, el padre del anarquismo revolucionario, Mikhail Bakunin, decía que las huelgas, más que a derribar el capitalismo de una sentada, debían aspirar “a despertar el instinto revolucionario en el corazón de los obreros”. El experto en consumo ético Monroe Friedman, autor del libro Consumer boycotts: effecting change through the marketing and media (1999), piensa algo parecido sobre las modernas huelgas de consumidores: “Pueden resultar eficaces si están bien organizadas y hacen a una determinada marca exigencias muy concretas, como el boicot que afectó a Nike en los noventa y obligó a la compañía a renunciar a la mano de obra infantil en países del Tercer Mundo. Pero, en general, sirven sobre todo para crear conciencia entre los consumidores de que no todo vale, que algunas compañías actúan de manera menos ética que otras y merecen ser castigadas con nuestro rechazo a sus productos”.
La experta en marketing estratégico Judith Samuelson apunta: “Hoy en día, los boicots de este tipo se instigan desde redes sociales como Twitter y pueden resultar eficaces, aunque casi nadie los secunde en la práctica”. Miles de retuits en cuestión de horas de un mensaje instando al boicot por motivos que parezcan razonables resultan potencialmente tóxicos para la imagen de cualquier marca, da igual si los que retuitean están dispuestos o no a dejar de consumir sus productos.
“Hemos observado que los boicots más eficaces son los que llamamos constructivos”, añade Samuelson. “Es decir, los que se dirigen directamente a la compañía para decirle, por ejemplo: ‘Vamos a boicotear tu producto porque estáis haciendo vertidos en un río, pero si dejáis de hacerlo, retiraremos el boicot y empezaremos a hablar bien de vuestra marca”. En opinión de Samuelson, las compañías tienen muy presente el ejemplo de Nike. “Empezó enrocándose e ignorando las llamadas al boicot”, recuerda, “pero, en cuanto vio que sus ventas empezaban a resentirse, cambió de política para limpiar su imagen y hoy es percibida como un referente de sostenibilidad y capitalismo ético”.
En opinión de Íñigo de Miguel Beriain, de la Universidad del País Vasco, otro ejemplo de boicot de consumidores saldado con éxito fue el de la plataforma petrolífera Brent Spar, de la Shell. “Acabó siendo desguazada y no hundida en el mar, tal y como pretendía la compañía con el apoyo del Gobierno británico”, apunta.
En este caso concreto fue decisiva “la implicación de un grupo organizado, como Greenpeace, que consiguió convencer a los consumidores de que su causa era justa”. Para De Miguel, “esas son las campañas que pueden lograr algo tangible. Están bien organizadas y tienen un objetivo y una estrategia muy concretos”. El experto rechaza a “gurús del cambio social a través del consumo”, como los promotores de la revista británica Ethical Consumer, con sede en Manchester, Reino Unido.
Una publicación que, entre otras cosas, promueve el boicot a los productos procedentes de China o Israel por la supuesta falta de respeto de ambos estados a la legislación internacional. Para De Miguel, “esto es como si los productos españoles hubiesen sido boicoteados a nivel mundial en 2003 por el apoyo del gobierno de José María Aznar a la guerra de Irak. No creo en iniciativas radicales que impliquen hacer que paguen justos por pecadores. Me parece que frivolizan y degradan una herramienta tan útil y tan noble como la huelga de consumo”.
Starbucks es un ejemplo de compañía que ha sufrido campañas de boicot de distinto signo, algunas justas y otras arbitrarias. En 2014, los consumidores británicos consiguieron que la compañía cafetera con sede en Washington aceptase pagar más impuestos en Reino Unido. Y este año, los seguidores de la llamada derecha alternativa (alt-right) estadounidense se han conjurado para boicotearla por su decisión de crear 10.000 puestos de trabajo para refugiados en los próximos cinco años.
También Coca-Cola ha caído en la diana de la nueva derecha norteamericana por su apoyo a la comunidad gay. Incluso la empresa de transporte Uber, cuyo fundador, Travis Kalanick, formaba parte del consejo de asesores económicos de Trump, ha caído en desgracia entre los seguidores de la alt-right por, supuestamente, haber arruinado a los taxistas, un sector por el que parecen sentir mucha simpatía.
Algo parecido le está ocurriendo a Kellogg’s, rechazada por los progresistas por haber sido una de las primeras grandes compañías en anunciarse en la página web de extrema derecha Breitbart y por los derechistas por haber decidido hace unos meses dejar de hacerlo. Otro caso curioso es el de Pepsi, que no solo ha sufrido llamadas al boicot tanto de la derecha como de la izquierda, sino que además ha visto cómo su refresco es utilizado de manera casi sistemática en los vídeos de propaganda que el Estado Islámico realiza para reclutar jóvenes musulmanes residentes en el primer mundo.
Para Íñigo de Miguel, “cuando la causa de un boicot es disparatada o injusta, lo mejor que puede hacer la compañía boicoteada es no ceder y buscar la complicidad de la gente neutral y sensata. Decirle a la opinión pública: somos la Polonia del año 39 y estamos siendo atacados por la Alemania nazi”.
El impacto económico de estos boicots es aún objeto de debate. Algunas marcas de automoción británicas llevan desde el pasado verano quejándose de un presunto veto a sus productos por parte de los consumidores europeos, que sería una especie de represalia encubierta por el Brexit, pero sin ofrecer datos contundentes que confirmen su tesis.
Sí se sabe que el boicot en EE UU a los productos galos instigado por simpatizantes de George W. Bush, cuya invasión de Irak fue rechazada por Francia, tuvo un fuerte efecto inmediato sobre las ventas de vino de nuestros vecinos del norte (una caída del 26 % en las primeras semanas), pero apenas se sostuvo en el tiempo, de manera que a final de año las ventas globales se habían situado en cifras similares a las de 2002.
En España, las ventas de cava catalán sufrieron un “brusco frenazo”, según el alto directivo de Freixenet Pedro Bonet, en el último trimestre de 2015. Una reducción del 0,8 % que contrastaba con el aumento del 7 % del año anterior y que muchos atribuyeron a las llamadas (más o menos informales) a boicotear el producto que se habían producido en redes sociales y medios de comunicación minoritarios. A la larga, esa caída del consumo del espumoso catalán no se mantuvo.
Una vez más, el boicot fue mucho más retuiteado que secundado.
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