Profanaciones
Mi generación está ávida de miradas que volteen hacia atrás y miren hacia adelante y nos digan qué carajos pasó y quiénes somos
Robert Walser declaraba un ánimo romántico-extravagante cuando salía a pasear a la calle. Yo casi siempre salgo al mundo en ánimo nostálgico-normal, haciendo esfuerzos gimnásticos para acomodar el pasado en los márgenes tan estrechos del presente, mientras trato de no perder sentido de un futuro. Fracaso casi siempre. Para colmo, vivo en Nueva York, una ciudad despiadada, que se mueve tan rápido que es imposible siquiera tomarle el pulso.
Pero el otro día, en un luminoso taller del colectivo NOOK, en el Poble Sec de Barcelona, pasé una tarde muy lenta y larga acomodando pedacería suelta de un mundo pasado, para una película futura. Un amigo, el cineasta Antonio Trullén, me propuso ver los avances de su trabajo reciente. Con un galón de agua y un paquete de tabaco, nos instalamos en su estudio y estuvimos ahí seis o siete horas, repasando el pietaje —hermoso, discreto, complejo— que Trullén lleva más de quince años recogiendo con su cámara.
En sus cintas hay tomas de la Barcelona de principios de milenio, tan pujante, prometedora y normativa como las mejores estudiantes del Erasmus; y tan inquietante, amenazante y obscena como una niña muy maquillada. Hay grúas deshojando edificios del viejo Raval, pared por pared. Hay viejos, sobrevivientes de varias guerras, que se entregan al placer cotidiano, inútil y generoso de platicar fumando. Y hay, también, un grupo de jóvenes profanándolo todo con su belleza, ligereza y altanería veinteañera. Unos niños-adultos, o viceversa, tejiendo un mundo muy sólido con los últimos hilos sueltos de la educación sentimental de la nouvelle vague y de los exilios literarios latinoamericanos; y luego deshilándolo, como si nada, hasta quedarse huérfanos de historias, de asideros estéticos y de parámetros emocionales. Esos jóvenes éramos nosotros, claro: la última camada del siglo, cachorros malformes que mamaron las últimas gotas de la belleza e inocencia de la época. Nadie ha sabido tejer una narrativa que haga frente al vacío que nos dejó el siglo XX a los que nos volvimos adultos en el cambio de milenio. Pienso mucho, entonces, en miradas como la de Trullén que, con paciencia de jardinero haciendo surcos en el fondo del mar, han ido registrando los instantes de nuestro siglo difícil, y ahora son dueños del único registro del mundo que se esfumó de un día para otro cuando empezó el culebrón noticioso de Twitter; el neobalzaciano, pero soporífero, tapiz de Facebook, la agresiva y porno Instagram.
Mi generación, perdida entre las grietas del convulsionado cambio de siglo, está ávida de miradas que volteen hacia atrás y miren hacia delante, y nos digan qué carajo pasó y quiénes somos.
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